Me calzo mis Slazenger (9,90 euros, gracias Currino), mi camiseta de legumbres Luengo, pantalón y calcetines modelo mercadillo vintage y, con ese atuendo deportivo, bajo a la rotonda de las monjitas del Asilo (mención especial al hijo de la madre de las pintadas) para comprarme un cartucho de churros bien tupío.

Debidamente pertrechado me voy al Camino del Peral a ingerirlo y que sea lo que Juan Méndez quiera. A este guay le deberían llamar Avenida de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (FCSE), porque en el bar me encuentro desayunando a una pareja de policías municipales (no debe andar muy lejos el Pelín), cuatro guardias civiles y dos nacionales de la Nación Española (que dirían en Hidalgo y abogado). Y, miren ustedes por dónde, a mi ese hecho me enorgullece como emeritense.

Un pueblo en el que se puede desayunar tranquilamente en franca camaradería debería ser lo normal y cotidiano pero, tal y cómo están las cosas en esta piel ibérica (morlaca por el noreste) se ha convertido en algo extraordinario. Y, como dice el himno Mararo, Mérida tiene un encanto especial, una gente alucinante… por más que el tiempo pase… Un tiempo que no debería pasar para las pautas de comportamiento cívico y educado (a la portuguesa para entendernos) porque nada produce más alteración social que el incivismo.

Y es que a veces da la impresión de que vivimos en una época en que la falsa convivencia está más extendida que la convivencia, por eso estos detalles ciudadanos emeritenses dicen mucho de mi pueblo (PERI aparte). Lo malo no es que los tiempos parezcan líquidos, sino que en algunos ambientes se han convertido en gaseosos.

Entono mi canto: ¡Hip, hip, hurra por las FCSE!, ¡Mi pueblo es!

¿Los churros? Para no hacer un desaire me pedí también unas tostadas de aceite y tomate y, cómo sería la cosa que Jaume el de la Grúa, que pasaba por allí, se ofreció a llevarme.