Cuando era un chiquillo, ¡qué alegría!, los chavales de las Abadías y los Chinos pasábamos el verano en el Guadiana, bañándonos en el río aquel y zambulléndonos en sus escasas aguas desde el inconmensurable trampolín de La Pilastra, aquella plataforma de traviesas de madera que los ferroviarios nos habían puesto debajo del puente de hierro, el puente sobre el río guay, el monumento ignorado de Mérida que me parece emblemático y paradigmático en sí mismo y a la sombra del cual, sostenido por sus pilares, nuestra ciudad creció y tomó conciencia de su identidad (con el trabajo que nos cuesta parecernos a nosotros mismos).

No puedo competir con Mosquera Muller o con Augusto Vélez (ustedes me entienden si no le llamo Antonio) para historiar la importancia del ferrocarril en Mérida pero yo me bañaba en la Pilastra y ellos, no. Si el puente romano fue el inicio de todo, el puente de hierro fue el renacer de una Mérida en la que se repite la historia (esto es de José Luis el arriba citado) y eso pese a que en las guías turísticas de Mérida (si las hubiera o hubiese) no figura ese puente de hierro que, no hace falta repetirlo, de los monumentos de Mérida es mi preferido.

Por estas fechas bajábamos a bañarnos entre las vacas del río Guadiana (que apenas cubría) y a la aventura, o el milagro, de tirarnos desde la Romana (apodo de la Pilastra que, al igual que la plaza de toros decidimos que era de la época de Publio Carisio) sin partirnos la crisma o dar con una caca (de vaca), y siguiendo unas instrucciones básicas para vivir en Mérida: «Todo, menos quejarse». Era un lema ya en desuso para aquellos momentos que merecen la pena en la vida, como el gustazo de poder tirarse desde la pilastra romana en aquellos años en los que, como era un chiquillo, el tiempo no pasaba tan aprisa.