La rivalidad entre el Mérida y el Imperio siempre ha sido "sui generis".

El Imperio ha sido aficionado y el Mérida profesional. El Imperio ha sido cantera, con sus consiguientes disputas con el Mérida. El diccionario define rivalidad como: "oposición entre dos o más personas que aspiran a obtener una misma cosa". Esta cosa es el resultado en el estadio.

Ambos se encuentran en Tercera División y ambos quieren aspirar a jugar la liguilla de ascenso para subir a Segundo B, que es una tercera más señorita, pero que también cuesta más dinero. Es la categoría de bronce. Ni chicha ni limoná. Se aspira a la de plata y entrar en el juego de unos fichajes que son esperpénticos. Todos quieren ganar tales cantidades y llegar a ser galácticos, que es lo mismo que hacer el ridículo a alta escala, como el Real Madrid.

A los colchoneros no nos pasa eso. Si ganamos, somos felices y si perdemos es lo de siempre. Disfrutamos el momento y con lo que tenemos, que no es mucho, lo pasamos a lo grande. Toda mi familia: mujer, hijos, yerno, nueras y nietos son del Atlético de Madrid. Y no hay otro. Pero la rivalidad es sentido de competencia y lo que es impensable es que cuando juegue en su casa el Imperio, las peñas emeritenses no quieran asistir al encuentro. Ahora al contrario. De pena.

Lo importante es verse las caras en el campo y allí discutir el resultado, las injusticias arbitrales y ese penalti que no se pitó, pero que era. La rivalidad es la esencia del fútbol, nunca dejar a su equipo solo. El Mérida va a por todas y el Imperio debe acompañarlo. La rivalidad es una cosa y la tontería otra.