En días como hoy me gustaría tener el plumón cálido y entrañable de mi sin par compadre Fernando Valbuena, para poner sobre el mantel el cúmulo de emociones que despiertan los recuerdos de las roscas de La Zarza (otrora de Alange), invitadas inexcusables en todas mis ceremonias familiares, muchas en aquel mesón de comidas como Dios manda.

Y como en mi familia, somos muy dados a celebrarlo todo, al peso se cifran en toneladas tal que, si Pastelería Mauro diera un carné por roscas, a estas alturas las recogería en un trailer. Viene esto a cuento, aunque para escribir de estas roscas no necesitaría un porqué, pues que la semana pasada falleció Mauro González. Llegó a 91 años, quiero creer que gracias a las inimitables roscas, y del que soy cliente fiel y agradecido (porque están estupendas). Los artesanos pasteleros extremeños de mi generación ya hornean muy alto y Mauro, junto a Falces (en Villafranca) y los Pastelones de Los Santos de Maimona endulzan el más allá.

Para bollos, los de antes, aventuro a pronosticar. Y eso que Mauro además de pastelero era empresario y, sobretodo, zarzeño ejemplar, lugar del mundo donde nacer imprime carácter, tierrablanquero y comercial. Me veo yendo a La Zarza, en Navidades y a última hora, porque se me habían olvidado las roscas. Me veo escuchando «mañana es el cumpleaños, tendrás que ir a Mauro». Me veo pasando por la Virgen de las Nieves (la dejas a la derecha), enfilar la Peletería Macías, doblar por Caja Badajoz y llueva o truene, volver cargado con roscas de La Zarza, con el efímero pensamiento de «si sobran las congelo» que pocas veces se da.

Hay algo mágico que te atrapa entre el hojaldre de la memoria, algo que una vez descubierto no lo dejas de probar y al que siempre vuelves mientras se ensancha la piel y te relames la lengua. Esa rosca a la que regresas inexorablemente. Eso, por resumir, era Mauro.