Que los Domingos de Ramos siempre son domingos soleados, aunque llueva, llevo catorce años comprobándolo mientras cargo la Cruz de Guía de mi Sagrada Cena, (pocos, pero me vale para estar agradecido); por eso, si tuviera que elegir un momento de la procesión me quedaría con el silencio. El silencio es, apenas, un tramito corto de nuestro recorrido pero compensa toda la caminata porque nos resume. Me quedo, si, con el silencio, que fiel a su cita nos espera en las traseras del teatro romano, tras subir la cuesta de don José Álvarez Sáenz de Buruaga, esa rampa semana santera que nos avisa que vamos llegando a San José.

Ese silencio, a la vuelta de la noche, entre Legión X y Publio Carisio, escoltando gradas bimilenarias o trasegando la vida. Pasan los años, pero allí no hay nadie, vamos sin público, sin voces, sin niños pidiendo caramelos, sin curiosos comepipas que no saben comportarse. Sin turistas ni despistados. Solos y en silencio. Nadie pía. Los costaleros han hecho promesa callada hasta la casa hermandad. Las bandas, que durante la subida nos han llevado en volandas, ahora callan. Solo el rachear de los costaleros, suspiros, jadeos, si acaso uno abre la boca para decir «Adelante, valientes, que quedan tres levantás», mientras musito que el último repecho casi se alcanza, que llevamos dolor y otros asuntos pero, siempre, debajo del paso, la esperanza. ¡Vaya rampa la del Romano! Es ese silencio en el que te das cuenta que no llevas la Cruz ni los de al lado los faroles. Que tú, te apoyas en la Cruz y que vas por un camino, iluminado por cirios, en los que se sustentan los nazarenos.

¿Aguantará la rodilla? ¿Dolerá la nunca? ¿Crujirá la muñeca? ¡Cojones con la trabajadera! Hartito estoy del paso y del peso, ¡a ver si esto se acaba! Y, sin embargo, aunque parezca que lo más duro viene ahora, ocurre el milagro de siempre, el prodigio de la Sagrada Cena: la Cruz no pesa, las costaleras no lloran (eso lo dejan para luego), el paso se liviana, el silencio ha sido bálsamo para nuestro cansancio, el del pan ha vuelto a echar el resto, el ciento por uno, y su mamá, Ella, está detrás a la espera. Allí en el fondo, tras la parroquia, la multitud también nos espera. Y se acaba el silencio y, cuando se vislumbran los faroles, el runrún de los pequeños nazarenos, el crepitar de los aplausos, el musitar de los rezos, hace más corta la pendiente, más breve el punzante dolor de la promesa. Hay algo, en la delicada belleza de la procesión, que emociona inefablemente en su retorno a casa, porque nunca, señor del Amor, la noche es más hermosa que los Domingos de Ramos (ya Lunes Santo) ni vemos tan lejos de nosotros la maldad.

Nosotros no salimos en procesión para entretener a la gente, nosotros, como dijo el pregonero, rezamos con el esfuerzo, compartimos penas (y alegrías) nosotros somos el evangelio por las calles de Mérida. Y en la puerta de la hermandad están los nuestros, esa abuela con el agua para la nieta, esa madre que a su costalero espera, y le digo a Gloria, mi mamá «Tú me hiciste nazareno, y lo seré hasta que muera». Y entramos, y un despistadillo me dice: «Ea, hasta el año que viene». No digas eso, no vale la pena. Di, hasta siempre, hasta siempre que tú quieras.