Ya no voy a algunas Primeras Comuniones. Ese día asisto a Misa antes y, durante la ceremonia, paseo alrededor de la Iglesia. Las sensaciones que suscitan ese sacramento en los chavales se convierten, en los adultos, en un penoso y ridículo mercadillo, empezando porque muchos asistentes no saben comportarse (normal, no van nunca a la Iglesia), abusan de los móviles grabando algo que nunca volverán a ver y, oteando al personal y sus domingos posteriores, te das cuenta que en realidad es la Última Comunión de muchos.

Dejé de ir cuando en una Primera Comunión escuchaba la homilía didáctica del párroco (ya saben, entrevistan a los niños y sonrojan a los presentes) y tras 25 minutos aturdido sentí ganas de hacerme musulmán. Prefiero seguir en la Iglesia Católica, me dije, aplicando al cura el dicho paterno: “Desde que te vi venir, te he visto la ventaja, tú, serás buen albañil pero a mí no me trabajas”.

Me da pena ver a los chavales llenos de alegría por el hecho de que Jesús se les acerca y comprendiendo, pese a la edad, que comienzan una nueva etapa en su vida. A Jesús no se le ve, pero hay cosas que no vemos y son esenciales, como la inteligencia sin la que no podríamos hablar o pensar.

Tampoco vemos la electricidad pero percibimos sus efectos, la luz eléctrica. Esa “luz” que da la Eucaristía hace que los hombres cambien, para mejor, y esa paz redunda en la sociedad.

Pese a la edad los chavales se dan cuenta. Algunos le prometen: “Quiero estar siempre contigo pero, sobre todo, Tú tienes que estar siempre conmigo”.

Claro que esas intenciones, sin la ayuda de los padres, son como el fuego de paja, que se enciende tan pronto como se apaga. Tras leer esta columnita alguna me dirá: “No impongas tu regla a un monje de otra orden” o, peor, “Cúrate a ti mismo”.

Vale, pero a esas Primeras Comuniones, no vuelvo.