En buena hora se me ocurrió contar que fui a Guadalupe de romería a pedir paz (y bien) a la Morenita de las Villuercas, porque el tío se quedó con la copla y a la primera que me vio en la curva del Nevado se lanzó a un alegato pro Guadalupe extremeña, sacando pecho, soltando lengua, impartiendo doctrina y solicitando la intervención papal.

Vaya momento en que le dije que Guadalupe estaba en Extremadura (que yo sepa) y le reproché su interés desmedido en algo ajeno a su condición de ateo militante.

«Ese es vuestro error, el monopolizar a la Virgen de Guadalupe que es patrimonio de todos los extremeños, un símbolo incluso para los que no creemos» me soltó tan largo (y ancho).

Se les ve el plumero a estos que rifan símbolos, que deciden cuáles sí y cuáles no porque también es símbolo la Cruz, no sólo del carácter cristiano y universal, sino de nuestra identidad cultural occidental y no por ello les importó obligar a retirar el Crucifijo de muchas paredes.

Guadalupe, ese santuario al que siempre vuelvo, es de todos pero un poquito más de quienes la rezamos, de quienes creemos que hay algo más allá (más allá del cementerio), y como los cariños se complementan y quien no está contra nosotros con nosotros está, bienvenidos sean a una senda a la que con tanto acierto puso rumbo Rodríguez Ibarra al hacer coincidir el Día de Extremadura con el de nuestra Patrona soberana.

Pero esa reivindicación de Guadalupe para diócesis extremeña no es histórica pues existe el Santuario antes que las diócesis y no nos va tan mal bajo el amparo de la sede Primada de las Españas.

Sin ese sustento cerca de 30 parroquias se quedarían sin cura (tristemente la diócesis del Jerte no da para más) y cientos de feligreses sin sacerdote. Y a la Morenita eso algo le debe importar. El «pro» calló, fuese y no hubo nada.