Tengo un amigo y en él tengo un tesorillo. Lo guardo en Malcocinado. Se llama Jaime y los de fuera le dicen Ruiz Peña. Hubiera sido un abad soberbio. Algo dado a la carne y a la farra, pero muñidor desbordante y desbordado de ideas y personas. Ahora anda metido en que los caminos a Guadalupe vuelvan a llenarse de peregrinos. A pie, y también a pezuña. Peregrinos, turistas del XXI, tanto monta, monta tanto. Yo le admiro por el arrebato quijotesco con que defiende su ideal, pero también por la lucidez de sus empeños. Soberanos eran los empeños, diría ese doctor en letras que es Agustín Muñoz Sanz.

El turismo religioso es un nicho (con perdón) de mercado en alza. Palmario. También en esta Extremadura nuestra que anda siempre esperando trenes que nunca pasan. El veinte por ciento del turismo mundial, aseguran, es turismo religioso. En la decisión de emprender el camino, el peregrinaje, se sea viajero del común, peregrino o mero turista, tienen cabida no solo los motivos estrictamente religiosos, también hay hueco para toda esa panoplia de placeres que acompañan la andanza: los paisajes, la cultura, los monumentos y, por supuesto, la gastronomía. Los perfiles entre un mero turista y un peregrino puede que nos resulten confusos, pero, se sea lo uno o lo otro, o todo a la vez, toda esta gente está llamando a las puertas de Guadalupe.

Dicen que en México las carreteras las hicieron para peregrinar a la Virgen Morena. A pie, de rodillas, vivo o muerto. La gloria de subir al cerro Tepeyac, entre árboles, fuentes y verdura, eternas las rosas de Castilla,... La pasión de rendirse ante la guadalupana, pedir mercedes, amparo o misericordia, o, simplemente, rezar agradecido. Todo ello es parte de un viaje interior, el más grato sin duda. Un reencuentro espiritual con nosotros mismos. Una ruta de paz y esperanza. Una caricia del destino. Todo viaje, aún el meramente turístico, es un peregrinaje entre lo sagrado y lo profano. Viajar es conocer, y no se pueden conocer los perfiles de un pueblo, la cultura que lo sostiene, sin la religión que lo inspira. Y si millones de personas visitan cada año a la guadalupana, por un motivo o por otro, ¿por qué no a la guadalupense? Roma, Santiago, Fátima, y ¿por qué no Guadalupe? Guadalupe, la nuestra, la madre extremeña, lo tiene todo. El santuario, la devoción popular, el lugar de culto, el territorio de gracia, y más aún, su grandioso patrimonio pétreo, las luces y las sombras de Zurbarán el magnífico, su historia gigante que abraza dos mundos, su naturaleza: íntima, evocadora y bella y, para remate del tomate, un plato de esos que amojonan toda una comarca: la morcilla. Tiene hasta un alcalde, Felipe Sánchez Barba, serio y capacitado, dispuesto a batirse el cobre para que los caminos que llevan a la Virgen vuelvan a ser caminos de encuentro. Guadalupe como hierofanía sí, pero también como destino del siglo XXI, apeadero de almas, regocijo del espíritu y de los sentidos. Sangre, manteca, cebolla, ajo, sal y pimentón… ¿Dulce o picante? La vida misma.

Jaime me habla de ir de Trujillo a Guadalupe en cuatro días, de buscar la luz, de soñar todos los caminos. Trujillo, Llerena, Talavera,… Guadalupe estación término. A mí, Jaime, me recuerda un poco al General Escobar. A Balboa también. No sé si un día podremos recorrerlo juntos, pero Extremadura, la muy grande, la muy noble, la muy antigua, no puede dar la espalda al camino. Hay trenes que están en nuestra mano. ¿Es necesario ser católico para deleitarse en el reto de peregrinar? Basta con ser humano, con tener los ojos de dentro abiertos y el alma andariega.