Existen en el mundo cientos de ciudades hermosas, pero todas ellas están en Cáceres y no se puede hablar de una residencia plena en este mundo sin haber pisado en alguna ocasión las centenarias piedras de sus calles. En ellas el viajero corre el riesgo --si se descuida-- de pasar de turista a residente por poco que le seduzcan su patrimonio o su gastronomía, y tantas otras cosas que son el milagro cotidiano de una ciudad ahora en trance de ser Capital Europea de la Cultura en 2016. No le faltan méritos y capacidad para serlo, aunque en ese camino haya mucha tela que cortar.

Para acercarse a esta ciudad, Patrimonio de la Humanidad desde 1986, es conveniente emplear una óptica de lo pequeño, pero no reducida, ésa en la que las pequeñas cosas son la clave para entender la armonía del conjunto. Cualquier persona en cada momento de su vida puede acercarse y disfrutar esta ciudad como yo hice a lo largo de mi existencia.

PRIMERA MIRADA: EL NIÑO

La primera vez que oí hablar de Cáceres yo era niño en Sevilla y fue por boca de un hombre mayor en una época en la que los abuelos explicaban de palabra el mundo a los pequeños y su primer contacto con la vida no se hacía por la televisión. Pepe El Panadero venía al patio de vecinos a traernos el pan y siempre paraba para echarse un cigarro y bromear con la chavalería que jugaba allí ajena a los vértigos del mundo.

En una ocasión me contó que la guerra le había pillado en Cáceres, en una época en la que se dedicaba a transportar mulos y venderlos por los pueblos extremeños. Eso de la guerra a mí me llamaba mucho la atención, porque era algo de lo que mis padres no hablaban o parecían querer evitar hacerlo. Por eso pedía siempre a aquel panadero que me contara cosas de la guerra civil.

Desde la Garganta, pasando por Monesterio, y hasta llegar a Sevilla, Pepe El Panadero había establecido una ruta siguiendo la de la Plata, en la que nunca le faltó un chamizo o un chozo, un trago de vino, embutidos de tripa y un poco de pan, al menos mientras vendiera alguno de sus jamelgos.

Pero aparte de las penurias de la situación, siempre recordaba su alegría por llegar a aquella ciudad a sus ojos llena de piedras y palacios antiguos, pero sobre todo, con torres y campanarios repletos de esas majestuosas cigüeñas que volvían desde Africa por san Blas y que se habían convertido, para él, en la seña de identidad de un espacio mítico en el que se encontraba a gusto, a pesar de lo duro de su trabajo.

Me contó que las cigüeñas "hacían gazpacho" a la hora de la siesta y yo no entendía muy bien a qué se estaba refiriendo con exactitud. Con el tiempo, me he enterado que a eso se le llama ´crotoreo´, sonido que hacen con los picos durante sus paradas nupciales y que recuerdan al antiguo majar del mortero de nuestras abuelas.

Cigüeñas y piedras en la bruma primigenia, perdidas en la imaginación de un niño. Ornitología y patrimonio histórico. Con ese interés forjé en mi cabeza una imagen idealizada de Cáceres durante mi niñez. A engrandecerla contribuyó un viejo maestro --curiosamente extremeño--, que me obligó a pintar un mapa de España y situar en él las riquezas de cada zona. Me dijo que Extremadura era la ´despensa del país´ y me hizo pintar sobre la provincia de Cáceres unas grandes cerezas, unas ovejas y un jamón. Y me alegré mucho porque --al ser una de las provincias con más extensión de España-- me cupieron los dibujos de todas aquellas cosas. No pasó lo mismo con otras regiones, tan pequeñas y con tanta industria y altos hornos, en las que todo era un borrón de colorines. Pasa a la página siguiente