Un soplo de alegría lanzado desde el sur de Africa se ha extendido por España provocando una insólita marea roja, además de un reconocimiento de la prensa mundial. En un país zarandeado por la crisis económica, donde la tasa de paro no deja de crecer, golpeado además políticamente por profundas divisiones idelógicas sobre lo que és y lo qué debería ser, un grupo de jóvenes futbolistas, guiados por un veterano entrenador que roza los 60 años, han derribado viejos mitos al llegar a la final del Mundial, que jugarán ante Holanda el domingo en el moderno templo del Soccer City de Johannesburgo.

Viejos mitos que evocaban el recuerdo de una España perdedora y victimista. Una selección incapaz de romper su techo. En una semana, han destrozado el de los cuartos de final (sufriendo más de lo esperado ante Paraguay) y el de las semifinales, ridiculizando la fiabilidad alemana. De forma humilde, sin estridencias y con una armonía insólita en un acontecimiento de estas características, la selección de Vicente del Bosque ha construido su propia leyenda.

Nacida, todo hay que recordarlo, desde una derrota, la de Suiza en la jornada inaugural. En la adversidad supo e levantó con energía, sin refugiarse en excusas baratas ni coartadas absurdas, hasta llegar a un lugar donde nunca había estado antes.

ASOMBRO MUNDIAL En la España de Del Bosque hay multitud de lecciones y mensajes encerrados, que pueden trascender más allá del futbol en una época tumultuosa. Desde un equipo que jamás ha creído su condición de favorito (llegó siendo campeón de Europa pero nadie presumió) hasta la armonía que ha rodeado una convivencia de más de un mes. Pero si algo distingue y hace relamente distinta a España es un estilo moderno y espectacular, que ha provocado el asombro mundial.

Hoy en Brasil sueñan con ser España. Juegan como si fueran brasileños, dicen allí. En Argentina, por ejemplo, babean porque vieron hacer a la selección lo que Maradona no supo ni pudo: desactivar la poderosa máquina alemana. En Inglaterra se preguntan de qué les sirve ser los fundadores del fútbol. Se han quedado anclados en el pasado y la modernidad lleva el rostro de España, pregonando el cambio que se anuncia desde el 2008.

Un cambio que se ha instalado también en el país. No es España un país de selección sino de clubs, pilotados básicamente por Barça y Madrid, los dos totems futbolísticos. No es España un país de bandera única ni de un sentimiento patriótico único, pero La Roja ha transformado ese paisaje a través del buen fútbol y, sobre todo, del sentido común. Ni una palabra más alta que la otra, ni un desplante al rival, amor al oficio, por encima de todo, o lo que es lo mismo un romántico amor a la pelota.

UNA FUSION INSOLITA Nada de divos hay en España. Ni una estrella de cartón piedra se atisba en una selección más periférica que de costumbre, donde se impone la esencia catalana del Barcelona --una referencia mundial desde los tiempos de Cruyff alcanzando la excelencia con Guardiola-- dirigida, curiosamente, por un madridista de toda la vida como Del Bosque.

Ni siquiera cuando Luis Aragonés reabrió al inicio el debate de las dos Españas, la selección, o el actual técnico, cayeron en esa vieja trampa.

Esa fusión, en la que caben andaluces, asturianos, tinerfeños, vascos, navarros, manchegos, canarios, madrileños, valencianos, salmantinos, burgaleses y catalanes ha provocado una química solidaria. Desde Fuentealbilla (Albacete), el pequeño pueblo de Iniesta, hasta Abades (Tenerife), el diminuto pueblo de Pedro, todos han encontrado algo en común: el fútbol, el buen fútbol.

Por eso, el país anda excitado y conectado al instante (aumentaron hasta en un 300 por ciento los SMS telefónicos tras el gol de Puyol), justo cuando la Reina Sofía descendía al vestuario de Durban para felicitar a la selección, con el héroe de la noche, aún en paños menores: "España es una maravilla, ¡felicidades! Os dejo. Hasta Johannesburgo". El domingo estará aquí, junto a los Príncipes, vestida de rojo. Rodríguez Zapatero aún no lo sabe, según manifestó ayer.