Hoy se cumplen 30 años de las primeras elecciones libres de este pletórico período democrático. Mucho tiempo para que aquella aventura prodigiosa sea recordada como vivencia personal y demasiado poco para que la historia pueda prescindir de la vehemencia al recordar un éxito tan gozoso, que fundó y encarriló definitivamente el proceso político y el sistema de convivencia de los que hoy disfrutamos.

Mucho se ha dicho y se ha escrito sobre aquella magnífica transición, de la que han decantado dos evidencias ya incuestionables: una primera, que el proceso fue improvisado sobre el escueto guión pautado del instinto democrático del rey Juan Carlos y de su comisionado ejecutor, Adolfo Suárez, arropados ambos por una pléyade de personalidades jóvenes y no tan jóvenes de dentro y de fuera del franquismo que pusieron toda su energía al servicio del cambio sin revancha que demandaba la mayoría social; y una segunda, que aquella secuencia, basada en el azar y la necesidad, fue como un turbión que encadenó felices casualidades e indiscutibles aciertos hasta cuajar en la Constitución de 1978 y asentarse en el bipartidismo imperfecto que todavía perdura y con buena salud.

XLA GENESISx de aquella explosión democrática del 15-J es bien conocida: el Rey destituyó en julio de 1976 a Arias Navarro, el último presidente de Franco, y nombró a Adolfo Suárez, una promesa del viejo régimen y desconocido completamente fuera de él. Y en apenas once meses, Suárez, con los auspicios del Monarca, redactó, negoció solapadamente e hizo aprobar por las Cortes franquistas la ley de reforma política en noviembre de 1976, legalizó al Partido Comunista en abril de 1977, redactó una ley electoral consensuada y convocó las elecciones generales del 15-J. La sociedad, que acababa de experimentar la plenitud de su propia emancipación, parecía desorientada y alumbró cientos de formaciones políticas --la célebre sopa de letras-- que amenazaba con plasmarse en un caos. Pero las previsiones pesimistas no se cumplieron sino al contrario: de las elecciones del 15-J emanó un mapa político equilibrado, razonable, moderno, que curiosamente presagiaba ya la evolución posterior hasta nuestros días. La ley electoral, que asimismo fue un improvisado gran acierto, consagraba una proporcionalidad amortiguada y permitía a los nacionalismos periféricos obtener representación en sus circunscripciones de implantación. En definitiva, aquellas elecciones fueron ganadas por la Unión de Centro Democrático --una fuerza de aluvión capitaneada por el propio Adolfo Suárez en la que convergieron falangistas reconvertidos, liberales, socialdemócratas, democristianos e independientes-- con 166 escaños en una cámara de 350. En segundo lugar quedó el PSOE con 118 escaños --incluidos los que obtuvo el PSC en Catalunya--, muy por delante del Partido Comunista, la gran organización de oposición a la dictadura, que tan solo consiguió 19 escaños --incluidos los catalanes del PSUC--. Fraga y su Alianza Popular lograron apenas 18 escaños y poco más del 8% de los sufragios con un mensaje democrático aunque continuista, poco sincronizado con los vientos de cambio que soplaban en aquella apasionante coyuntura. El nacionalismo catalán, que concurrió en tres frentes distintos, logró 14 escaños y el PNV, ocho.

Aquel espectro político reflejaba ya una cierta simetría entre la derecha y la izquierda. En el hemisferio de babor, el PSOE, que poco después abandonaría el marxismo, consiguió imponerse arrolladoramente al PCE conforme a pautas ya imperantes en buena parte de Europa occidental. Y en estribor, pronto se asistiría al desfallecimiento definitivo de aquella artificial UCD, que cedería el testigo a una derecha capitaneada inicialmente por Fraga y que tendría que llevar a cabo un largo y profundo aggiornamento antes de llegar por primera vez al poder, ya en 1996, 14 años después de que lo hiciera el PSOE.

Como es sabido, el Parlamento emanado del 15-J acometió la tarea constituyente que culminó en la Carta Magna de 1978. Y el régimen democrático, que aún tendría que padecer la conmoción del 23-F, adquirió su velocidad crucero en 1982, cuando el PSOE llegó al poder y acometió la gran modernización de este país.

XTODO AQUELLOx fue posible por la capacidad visionaria y la intuición política del rey Juan Carlos, quien acertó plenamente al diseñar el proyecto y encomendárselo a Suárez, el encantador de serpientes que consumó el prodigio. Asimismo, fue impagable la contribución personal que proporcionó toda una generación política que interpretó fielmente el mandato popular de llevar a cabo aquella transformación con la mayor magnanimidad posible, en un gozoso borrón y cuenta nueva que no exigiera cuentas al pasado.

Treinta años después de aquella portentosa mudanza, el modelo primigenio, muy evolucionado, se ha vuelto felizmente irreversible. Con todo, no está de más mantener la vigilancia --las libertades tienen siempre, en todas partes, enemigos-- ni evocar con frecuencia aquel aliento un tanto ingenuo pero constructivo y moralmente irreprochable que nos trajo hasta esta democracia entrañable que, parafraseando a Churchill, sigue siendo el peor de los sistemas políticos a excepción de todos los demás.

*Periodista.