En 1983, por voluntad democrática de los extremeños, nos constituimos en comunidad autónoma. Nos ilusionaba que la nueva administración autonómica fuera capaz de proporcionarnos libertad, justicia e igualdad, y que nuestro autogobierno pudiera desterrar la secular pobreza en la que el centralismo nos había sumido a lo largo de los siglos. Con palabras solemnes, nuestro Estatuto de Autonomía resaltaba que, a través de nuestras instituciones, asumíamos la defensa de nuestra propia identidad y de nuestros valores, así como la mejora y promoción del bienestar de los extremeños. Los poderes públicos adoptarían las medidas necesarias para impedir que de las diferencias con otras partes del Estado se derivasen desigualdades, así como para corregir las existentes.

En 2017 el producto interior bruto (PIB) de España creció un 3,1 %. En Extremadura esa cifra, según las estadísticas más favorables, fue del 2,4 por 100, lo que nos sitúa en uno de los incrementos más bajo del país. La renta per cápita, que es un indicador válido de la calidad de vida, alcanzó el pasado año en nuestra región la cifra de 17.262 euros, también la más baja de España, cuya renta media fue de 24.999 euros. Un simple cálculo nos lleva a comprender que la renta por habitante en nuestra región es un 30,9 % menor que en el resto del Estado. Si comparamos ese valor con la región más rica, la Comunidad de Madrid, tendremos que el PIB nominal de los madrileños fue de 33.809 euros, casi el doble de nuestra renta. Parecidas magnitudes se alcanzaron en el País Vasco (33.088 euros) o Navarra (30.914 euros).

Aunque todas las estadísticas son relativas y engañosas, sobre todo cuando hablamos de valores medios, estas frías cifras revelan al menos un dato importante: el crecimiento de unas regiones es exponencialmente más alto que otras y la cruda realidad demuestra que en esta España de las autonomías no se está convergiendo, sino todo lo contrario. Las regiones más ricas crecen a mayor ritmo que las más deprimidas, y, en economía, los extremeños seguimos portando el farolillo rojo, pese a que se han producido cambios en el ranking económico de otras regiones. Las cinco comunidades líderes no son ahora las mismas que hace unas décadas y hay algunas, antes deprimidas, que han ascendido a los diez primeros puestos; por ejemplo, Aragón.

La reflexión es clara. En lo atinente a Extremadura, las esperanzadoras palabras del Estatuto desgraciadamente han sido un fiasco. Treinta y cinco años después, con deuda o sin deuda histórica, el resultado es que antes nos administraban nuestra miseria otros y ahora la administramos nosotros. Seguimos siendo una región subvencionada. Cada día estamos más aislados (recordemos las infraestructuras ferroviarias sin un kilómetro de electrificación), nuestros jubilados tienen las pensiones más bajas, lideramos el índice del desempleo y nuestros jóvenes siguen emigrando. Nos empeñamos en ser la reserva ecológica de España y la industria no florece. Nos empecinamos en fomentar nuestros valores en un marco irrenunciable de pleno desarrollo socioeconómico rural, y el resultado es la depresión y el abandono. El turismo no es todo. Seguimos siendo pobres en relación con otros españoles y, lo que es peor, tampoco se converge en la propia Extremadura, dado que, por la desigual política de inversiones y el centralismo dominante en nuestra administración regional, la provincia de Badajoz crece más que Cáceres, que pierde población y oportunidades.

Algo estamos haciendo mal: o nosotros, los extremeños, o los distintos gobiernos nacionales. O ambos. Desde luego no es para sentirnos orgullosos de este periodo de autogobierno. No es la hora de repartir culpas. Todos los extremeños sentimos la amargura de nuestra situación. Pero este panorama debe cambiar. Los extremeños debemos exigir con firmeza la realización efectiva del principio de solidaridad y la realidad de un equilibrio económico adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, tal como se proclama en nuestro texto constitucional. Pero esto no debe ser todo. Necesitamos apuestas inteligentes y proyectos innovadores que vuelquen el sistema de producción. Si esto no se produce en un tiempo más o menos corto, estaremos, como siempre, con autonomía o sin autonomía, abocados a un futuro poco prometedor.