WUwna granja de Bethel, Nueva York, acogió entre el 15 y el 18 de agosto de 1969 el histórico festival de música de Woodstock. Se celebran, por tanto, 40 años de aquella multitudinaria manifestación contracultural, asombroso emblema de una generación de jóvenes estadounidenses que, en plena guerra de Vietnam, renegaba del sistema y pregonaba la paz, el amor, la música y las drogas como forma de vida. 40 años después, del movimiento hippy apenas queda hoy el recuerdo icónico de su condición naíf y hedonista: la vestimenta floreada y las furgonetas Volskwagen con el símbolo de la paz. Woodstock fue el estandarte final de una década, la de los 60, en la que el hombre occidental creyó con desarmante ingenuidad que otro mundo era posible. Vietnam, el Watergate, la muerte por sobredosis de Jim Morrison, Jimi Hendrix y Janis Joplin, y la imparable mercantilización y despolitización del rock acabarían sepultando a la era de Acuario y sus veranos del amor. La revolución social imaginada por los hippies nunca sucedió, y, al contrario, sus quejas empezaron a percibirse como una rareza entrañable para una sociedad que abrazaba el consumismo más feroz. El individualismo salvaje y el establecimiento de vínculos personales casi exclusivamente a través de las redes sociales de internet que imperan en nuestro tiempo nos alejan del lisérgico espíritu comunal de Woodstock. Su legado es meramente nostálgico y artístico: las actuaciones de Hendrix, Santana, Cocker, Crosby, Stills & Nash-; el documental Woodstock, de Michael Wadleigh y, en un plano de rabiosa actualidad, la nueva película de Ang Lee, Destino: Woodstock.