Tienen cuatro patas, buen oído y excelente olfato, se dejan acariciar en todo momento, pueden bailar de felicidad al volver a ver a su dueño tras diez minutos cuando regresa de comprar café o tabaco, y ojos que saben decir la verdad. Siempre. Nosotros, en cambio, enseguida nos volvemos diestros en la mentira. Casi siempre.

Pero, sobre todo cuando se acerca el verano, algunos se quedan en la carretera. Con lo puesto.

El perro, que se vaya; ábrele la puerta al amanecer, que se vaya; no cabe en el coche, en el apartamento, en el velero. La calle está al otro lado de esa puerta que se cierra. Y allí están esos perros. Y con lo puesto.

Razas, mestizajes, jóvenes o viejos, sanos o cojeando. Canelas, negros, blancos, blanquecinos, negruzcos, pelos largos, cortos, caza o compañía. Rechazados por dos semanas de camping o fotos digitales en un mar verde en una isla con buena vegetación financiada incluso con altísimos intereses. Y resulta que, oficialmente, la perrita se perdió la robaron o escapó en una gasolinera.

Son las mismas historias con distintos collares.

Cuando llegue septiembre los albergues para animales abandonados estarán a rebosar, el personal exhausto, los cheniles desbordados, los ladridos resonarán amargos, tristes, muy abatidos.

El cielo, alto y claro, lo ve todo: la deshonestidad de los dueños, la desdicha canina, el respeto y el trabajo de la Asociación Protectora, la compasión de quienes dan otra oportunidad a muchos de ellos, es decir, otro hogar, y también la certeza comprobada de que los mejores no están ya únicamente en las tiendas caras ni en los criaderos de pedigrí europeo o internacional. Estos desamparados aceptan, conceden y agradecen aún con más emoción la nueva puerta por donde han vuelto a entrar a su casa nueva. Esta vez inmensa, ilimitada, infinita.

María Francisca Ruano **

Cáceres