Poco menos de cien años duró la vida de la aldea. Y el comienzo y el final los señalaron, como hitos, las partidas sacramentales de bautismo. El camino que la unía con Granja de Torrehermosa se desdibuja bajo los jaramagos. Tan en desuso que casi no recuerda el olor del estiércol y el de la trilla. El olvido no basta para rellenar los baches, profundos como heridas hechas a conciencia. Allí comienza Sierra Morena y el arroyo, donde «el pensamiento discurría» con sus molinos y pequeñas cascadas «de memorias llenas de alegría», sueña con un Garcilaso que lo reconozca. Que lo ensalce como el locus amoenus donde concluye Extremadura. Y, sin embargo, se derrama, solo, asistiendo, sin consuelo, a cómo se despedazan los dólmenes, esquilmando los crepúsculos de su perfil.

Los inviernos eran duros, pero el trayecto lo recorrían a diario, desde las minas de plomo de San Rafael hasta Los Rubios, porque allí había maestro. Después, de novios, acudían los sábados al baile. En la taberna se servían cafés oscuros en vaso y aguardiente en copas chicas, sin brillo y sin prisa. Y el tiempo pasa espeso, sobre los hombros pesa, hasta que los vecinos se marcharon, cansados. De esperar. Así, vacío, lo encontró después de haberlo dejado atrás de pequeño, mascullándolo, desde entonces, mientras dormía. Reconstruye su memoria y la de sus padres.

Una piedra tras otra unida por los recuerdos conforman de nuevo las calles. Con vocación de cobijo, de albergar el eco de voces que vuelvan a poblarlo. Donde puedan pasear los vivos, y no solo los muertos. El relato de ese pueblo me llevó a otro que también era recorrido por los vientos y las ánimas, ululando por entre las grietas de los muros, esperando que la soledad escampara. Sentí su presencia al caer la tarde y la humedad sobre los cantos, aquel verano en que fui a Granadilla para ayudar a reconstruirla. Con una edad en la que apenas empezaba a construirme. Y solía salirles al encuentro, en el huerto del cura, en la torre desmochada, en el rencor del pantano, en los dinteles huérfanos.

Intuía la rutina de otra época y me lamentaba por el bullicio sepultado, intentando rescatarlos. Arrancaba la mala hierba. Buscaba las piedras mejores para rehacer las tapias. Hacía mezcla y usé la llana y la imaginación para darles una nueva vida, inventando las conversaciones que hoy tendrían, el ruido de las fichas del dominó sobre la mesa del bar, el vocerío de las madres llamando a los niños para la cena. Con el convencimiento, cuando el cuerpo se vencía, derrotado y áspero, que algún día el pueblo vería de nuevo la luz y que yo contaría su historia.