Siempre se ha dicho que los hijos son la alegría de la casa, y hace años quizá así fuera. Cuando yo era niño el promedio de hijos estaba en cuatro, apenas existían matrimonios con un solo hijo. Ahora se considera una heroicidad tener tres; y más de esa cifra, ni te cuento. Lo común es quedarse con la parejita.

Claro, que un matrimonio antes de emprender la acción procreadora debe tener en cuenta varias cuestiones, entre ellas la proximidad y predisposición de los abuelos. Cada vez son más los abuelos que no se jubilan, simplemente cambian de trabajo. De ser funcionarios, fontaneros o taxistas pasan a ser cuidadores de niños. Así pues, si los abuelos son muchacheros, los futuros padres tienen asegurada la custodia de los hijos durante su jornada laboral y sus salidas nocturnas los fines de semana. De ser los abuelos de los que piensan que el que tenga hijos que Dios se los bendiga, y de paso se los crie, ya saben, o se mentalizan de que tendrán que apencar solitos con la prole o se quedan descompuestos y sin descendientes.

Tengo amigos veteranos que están deseosos de ser abuelos para enseñar a los nietos sus chascarrillos cuando los lleven al cole o al parque durante la ausencia de los padres. Otros, que ya son abuelos, ejercen con pasión su nuevo cometido familiar y se los ve paseando a los niños en los cochecitos, lo que nunca hicieron con sus hijos porque eso era asunto de mujeres. En contraposición, algunos bregan a la fuerza con sus nietos. Sus hijos demandan con frecuencia su colaboración, a la que se resignan a acceder con desgana. Y cuando se les anuncia la bienaventuranza de un nuevo nieto que se empieza a gestar, ponen cara de estreñidos y tragan saliva al pensar que su trabajo se duplicará en horario sin subida de sueldo.

Entre abuelos y nietos cada vez hay más vínculo, gracias a la colaboración altruista de los abuelos han nacido muchos niños que no estaban en la lista de espera, aunque de seguir así, los niños llamarán papá y mamá a los abuelos; y abuelito y abuelita a los padres.