Como reconoció uno de sus consejeros, el acto protagonizado el lunes por Nicolas Sarkozy en Versalles tiene más importancia por la forma que por el fondo. Desde la prohibición por la Tercera República en 1875, ningún presidente podía dirigirse directamente a las asambleas de diputados y senadores. Sarkozy consideraba el veto absurdo y se empleó a fondo para cambiar el año pasado la Constitución para sortearlo. Su lógica era aplastante: ¿cómo es posible que el presidente francés pueda hablar en el Congreso de Washington o en las Cortes de Madrid, como el propio Sarkozy hizo en abril pasado, y no lo pueda hacer en la Asamblea Nacional? Bajo esa argumentación y con la mayoría a su disposición, se hizo la reforma, pero, tal como quedó, el acto se ha convertido más en un gesto monárquico que en un ejercicio de control parlamentario del verdadero poder, que reside no en el primer ministro, sino en el presidente.

Sarkozy habló, pero ni siquiera se quedó al debate posterior, con voz pero sin voto. Verdes y comunistas boicotearon la sesión por su monarquismo y los socialistas abandonaron un debate en el que ya no estaba presente el protagonista. El episodio ejemplifica el verdadero cariz de algunas de las reformas de Sarkozy: mucho ruido y pocas nueces.

En cuanto al contenido, el presidente reafirmó su voluntarismo y su empeño en continuar las reformas, pero volvió a preguntarse por qué Francia es tan difícil de cambiar. Este choque con la realidad le ha llevado en los últimos meses a atemperar sus reformas y a no querer hacerlo todo, y todo al mismo tiempo. En su lucha contra la crisis, Sarkozy adopta la figura de padre protector y se niega tanto a subir los impuestos como a aplicar una política de austeridad. El resultado será un mayor endeudamiento del Estado.

Sarkozy abordó también en su discurso la polémica sobre el uso del burka en Francia. Se mostró contrario a una prenda que expresa el "servilismo" de la mujer, pero se cuidó de anunciar su prohibición, una decisión que divide a su Gobierno en estos momentos.

El presidente francés, acusado tradicionalmente de "comunitarista" (favorecer el desarrollo de las comunidades étnico-religiosas) y de promover una ±laicidad positivaO, regresó en este punto a la ortodoxia republicana de la laicidad sin apelllidos. Una prueba más de que Francia no admite ciertas permisividades que quiebran la sacrosanta igualdad republicana.