Ya es más que evidente que la crisis económica durará y que sus efectos se dejarán sentir en todos los órdenes de la vida económica y social española. De lo que empezó siendo la entrada en un túnel con sus luces y sombras, pero donde nos podríamos manejar, dada la mejor situación relativa de nuestro sector financiero --aun sabiendo que la economía real española estaba peor--, ha emergido la oscuridad más completa sin que se vislumbre la salida. La ventaja comparativa financiera se está diluyendo con la morosidad, visto el drástico deterioro (pérdida de empleo, falta de proyectos nuevos, ausencia de impulsos al cambio de modelo económico) de nuestro sector productivo.

Del balance de la situación que está apareciendo, para muchos resulta claro que hemos vivido, como país, por encima de nuestras posibilidades, financiados con el ahorro exterior y no por el nuestro, porque no hemos puesto más atención por mejorar nuestra productividad. No hace mucho tiempo, se nos decía que el ahorro fluía hacia nuestro país porque España tenía proyectos empresariales solventes, y que el déficit exterior (el saldo de importar más y exportar menos) formaba parte de la aritmética de la balanza de pagos, en la que las partidas se compensan.

XSIN EMBARGOx, la crisis nos ha devuelto a la realidad, la que más golpea. Ha fallado el supuesto proyecto-modelo económico productivo, y el capital se ha ido tan rápidamente como llegó. Hoy podemos calcular que un 10% de la renta de la que hemos disfrutado ha sido ficticia, esto es, no la hemos ganado realmente. De modo que el retorno a la normalidad quizá implique un descenso en el nivel de vida y consumo en una proporción similar. Tocará, por tanto, hacer un esfuerzo colectivo para enderezar el rumbo, es decir, por vivir de acuerdo con nuestras posibilidades: aguantar el coche más años, disfrutar de vacaciones menos glamurosas, más tiempo en una vivienda de alquiler hasta poder comprar, etcétera. Un esfuerzo de todos y para todos.

El antídoto resultante es de un encaje especialmente complejo para los trabajadores, que hasta hace poco --lo que está en mente de muchos-- han visto a supuestos empresarios que se han lucrado en gran manera del auge económico. Y pese a que no han sido los trabajadores los más beneficiados por el boom, ahora hay que explicarles que los sacrificios que se les proponen son necesarios. Ya se sabe que sin economía productiva, sin trabajo, sin esfuerzo, no hay salida.

En este contexto, el comisario europeo Joaquín Almunia comentaba hace poco que, a cambio de estos sacrificios que se exigirán ineludiblemente a los trabajadores (menos retribución real por hora efectiva trabajada, para recuperar en parte la competitividad), cabría garantizar que no se tocará el Estado del bienestar. Este balance supondría que la bajada en renta monetaria --menos salario-- se compensaría en cierto modo, para los más necesitados --si se consigue mantener un gasto social redistributivo--, con la renta real, que incluye también como ingreso en especie las prestaciones sociales. En el otro extremo se sitúan otros economistas, que creen que es el sector público el que ha crecido como si España fuese un país un 10% más rico de lo que es en realidad. Concluyen que esa es la parte importante del problema a resolver, y no solo una variante a tener en cuenta para su solución. De modo que, para estos economistas, la salida de la crisis pasaría por adelgazar nuestro Estado del bienestar, que, amén de ser insostenible financieramente (no somos Suecia), provoca incentivos perversos para el esfuerzo y la productividad.

La realidad obliga a considerar como posible que se tengan que atender a ambos bandos de opinión, aunque selectivamente. Ello implicará, por tanto, sacrificios de los trabajadores: por ejemplo, que no tengan solo en cuenta la inflación pasada en sus reivindicaciones salariales, sino también la amenaza de la deflación.

En esta tesitura, ¿habrá que subir impuestos? Quizá sí sobre el consumo, para conseguir que no todo el déficit que va a generar el mantenimiento de las prerrogativas devengadas por nuestro Estado del bienestar se cargue, incrementando la deuda, sobre las generaciones futuras, que son las que la acabarían pagando. En tiempos de crisis hará falta también una reconsideración del gasto social en los ámbitos en los que se pueda: en pensiones, contabilizando el periodo completo de cotización para determinar la pensión (lo que equivale a una reducción de la pensión media futura). También habrá que revisar la tendencia a la gratuidad de algunas prestaciones sanitarias y las que incluye la ley de dependencia. En los casos considerados como de gran dependencia hay que mantener la ayuda, porque ya se ha devengado el derecho de acceso. Pero en el caso de la dependencia moderada o leve, la previsión de que sea costeada plenamente por fondos públicos quizá deberá posponerse unos años.

Me gustaría hacer una última reflexión sobre los cierres de empresas, que en muchos casos son dolorosos también para los empresarios. Tras el cese de actividad, habrá que ejercer una vigilancia extrema sobre los incumplimientos impositivos y, en determinados casos, rastrear los beneficios fiscales extranacionales. Sería inaceptable que siguiéramos riéndoles las gracias a quienes contribuyen con tan poca solidaridad a las cargas comunes que la nueva situación impone, refugiando en paraísos fiscales los excedentes del boom que hemos vivido, y cuyas consecuencias ahora entre todos debemos sufragar.