Libros, radio, revistas online y en papel, prensa, televisión, películas, documentales, series televisivas, confidenciales, podcasts, videotutoriales, cursos online, publicidad en el buzón de correos... A veces me asusta pensar cuánto tiempo dedico cada día a estar informado. Tanta es la pulsión por ampliar mis conocimientos -en cosas serias o en bagatelas-, que ya no soy capaz de irme a la cama o frecuentar el baño sin la compañía de algún emisor de noticias que meterme por la vena.

Lo que más me pesa de esta adicción es la certeza de que entregar tanto tiempo a intentar conocer lo que ocurre en este mundo -y a veces en los otros mundos- no me convierte en una persona lo suficientemente bien informada. De hecho, a veces creo que los árboles no me permiten ver el bosque, o, por decirlo de otra manera, que el exceso de información puede ser un acto desinformativo.

Nos venden la idea de que vivimos en los tiempos de la especialización y, sin embargo, nos tientan con tantos estímulos que al final nos ahogamos en las arenas movedizas del esparcimiento. Ya no sabemos mucho de algo: sabemos algo de muchos temas. Sabemos quién es el último Balón de Oro, quién ha ganado el Oscar a la Mejor Película, cómo va el conflicto en Cataluña y cuál es el último acosador de turno. Y así vivimos, procesando que Ada Colau es bisexual al tiempo que asimilamos el último truco de un cocinero de moda para evitar que se encojan los chipirones cuando los echamos en la plancha. Conocemos a qué temperatura están las aguas de esos fiordos nórdicos a los que no iremos nunca, pero nos cuesta recordar el estado civil de nuestro mejor amigo.

No intenten embellecer esta adicción. Somos yonkis de la información y punto. Creemos saber todo lo necesario para perdurar en el siglo de las tecnologías. Todo… menos cómo librarnos de la sensación de que vivir un solo minuto desconectado implica la expulsión del paraíso.