La retirada de la política anunciada por el coordinador general de IU en Extremadura, Manuel Cañada, ha sorprendido por la forma y el momento, pero no por el fondo. Si a un político se le valora por su talante, por el apoyo de las bases de su partido y por los resultados que cosecha en las urnas, hace tiempo que Cañada se había ganado a pulso un suspenso. A lo largo de estos ocho años al frente de la coalición, hay que reconocerle su trabajo para elevar el nivel dialéctico del debate parlamentario y su infatigable capacidad crítica hacia el poder establecido. Sin embargo, su crispación permanente, su facilidad para ganarse enemigos en todos los estratos sociales, su incapacidad para articular un programa de gobierno creíble para los ciudadanos y sus exiguos frutos electorales son factores que tarde o temprano sólo podían desembocar en la dimisión. Al menos, en su comparecencia pública de ayer hizo un ejercicio de responsabilidad, dejó a un lado el disfraz de francotirador político y dijo dos verdades: que está cansado --se le notaba-- y que IU necesita una profunda renovación en Extremadura --ya se adivinaba antes de los últimos comicios--. IU debe ahora apechugar con el reto y emprender una regeneración real que le lleve a ocupar el destacado lugar que le corresponde en la sociedad extremeña.