Se comenta en algunos círculos la posibilidad de que el gobierno del PP, en aplicación de la (derogada pero incombustible) LOMCE, imponga el adoctrinamiento de los alumnos en torno -se dice- a los «símbolos del Estado» (la bandera, el himno, las fuerzas armadas, etc.). Algunos amigos y compañeros advierten del peligro de involución política y de amenaza a la libertad de pensamiento que esto supondría. ¿Es para tanto?

Yo creo que no, que la involución que implica la LOMCE va por otro lado: por el de unos principios pedagógicos del siglo XIX, por el de la discriminación temprana de los alumnos, o por el del carácter extensivo -y no comprensivo- de los currículums, pero no por el de conocer las instituciones del Estado del que somos ciudadanos (y sus correspondientes símbolos). La LOMCE es criticable por casi todo, pero no porque vaya a obligar a los chicos a cantar el himno nacional (como sí se hace en Cuba o en algunas escuelas de EE.UU, por dar dos ejemplos muy distintos).

De cualquier modo, el asunto del «adoctrinamiento» en los símbolos patrios invita a pensar en cuáles han de ser aquí los límites del Estado. Desde la perspectiva de una democracia liberal, como es la nuestra, la educación ciudadana ha de ceñirse al conocimiento de las leyes y las instituciones (con sus símbolos), así como de los valores que estas representan; pero nada más. Fuera de esto, toda formación obligatoria en valores políticos o morales concretos puede considerarse un adoctrinamiento censurable. Un ejemplo claro de este adoctrinamiento es la transmisión persistente de aquellos relatos, mitos, ideales, emociones y símbolos que se asocian a la «identidad nacional». Este tipo de educación invade un ámbito formativo (el de las creencias, los valores y la propia identidad de las personas) que, en regímenes no totalitarios o teocráticos, debe ser competencia de cada ciudadano y no del Estado.

Ahora bien, en nuestro país, y desde el fin de la dictadura, no parece que este tipo de adoctrinamiento sea especialmente relevante. Yo, al menos, no recuerdo haber asistido, nunca, a ninguna fiesta o ceremonia nacional (la única manifestación masiva durante el Día de la Hispanidad, o el de la Constitución, es la de los atascos en las carreteras para irse de vacaciones). Tampoco los relatos históricos que estoy acostumbrado a oír sobre nuestro país son en absoluto complacientes; o eso, o tuve la suerte de que todos mis profesores de historia, desde el colegio a la universidad, fueran críticos hasta la sátira (a veces fatalista y despechada) con España. En cuanto a las banderas, jamás he visto una en un aula. Ni banderas ni esos retratos de reyes o presidentes que sueles encontrar en todos los lugares oficiales de otros países (siempre recuerdo la anécdota sobre un antiguo director del Instituto donde trabajo que, en los años crudos de la dictadura, esquinaba el retrato del caudillo para colgar uno suyo, aún más grande).

Así somos. Nada indica que en España haya un «adoctrinamiento» nacionalista mayor que el que pueda haber en otros lugares (por no hablar del que se da en algunas comunidades autónomas, como Cataluña o el País Vasco).

Pero además: ¿de qué hablamos cuando hablamos de «adoctrinamiento»? ¿Hasta qué punto es evitable «adoctrinar» en las escuelas? En cierto modo, la mayoría de las materias que se imparten a los alumnos consiste en una suma de «doctrinas» de todo tipo (científicas, humanísticas, artísticas, religiosas), unas más dogmáticas (o racionales) y otras menos. ¿Debemos, pues, evitar impartirlas? ¡Claro que no! Lo que deberíamos hacer, a lo sumo, es reducir la obligatoriedad de esas materias (que cada uno se forme en las doctrinas que quiera) y, sobre todo, fomentar el pensamiento crítico y racional (es decir: la filosofía). Educar en la reflexión y el diálogo argumentativo es la única vacuna fiable para no ser «adoctrinado» de forma acrítica por ninguna doctrina. Solo así estaremos educando ciudadanos libres para seguir o no seguir las banderas que quieran. Si es que no tienen, como es deseable, cosas mucho más importantes que hacer y que pensar. Sobre todo que pensar.