Decir que el Gobierno italiano superó el martes la moción de confianza sería técnicamente correcto, pero no respondería verdaderamente a lo ocurrido en el Parlamento. Era Silvio Berlusconi, no el Gobierno, quien se jugaba su futuro político, y muy en particular su futuro personal. Y ganó la partida con artes poco decorosas, como atestigua el transfuguismo de última hora que le dio el escaso margen de votos para mantenerse en el poder. Con un Gobierno en plena fase de descomposición, acosado desde numerosos frentes, Berlusconi ha conseguido todo lo que podía esperar en las actuales circunstancias. Es decir, llegar como primer ministro hasta enero, cuando el Tribunal Constitucional debe pronunciarse sobre la ley que puede evitarle los juicios que tiene pendientes o, por el contrario, tener que sentarse en el banquillo.

La agonía del actual sistema político italiano sigue prolongándose en un clima de putrefacción. Ya no son solo las historias de sexo en las residencias del primer ministro o las revelaciones de Wikileaks sobre los beneficios obtenidos por Berlusconi en sus acuerdos energéticos con Rusia, o las relaciones de personas de su entorno cercano con la mafia. Al primer ministro se le ha abierto un nuevo frente, el de la calle, con estallidos de violencia de intensidad no vista desde los años 70, los años de plomo, que fueron una de las peores pesadillas. Cuando más se necesita un Gobierno sólido para superar la crisis, Italia cae en el desgobierno. Berlusconi se salva, pero el país naufraga.