WEwl mundo entero estuvo ayer pendiente del inicio de la agonía del papa Juan Pablo II tras años de progresivo y visible deterioro de su salud. En particular, millones de católicos habrán velado pendientes de las que podían ser las últimas horas de vida del Pontífice, que dejará a la Iglesia en una encrucijada histórica. El Vaticano --y el propio Karol Wojtyla, no queda ninguna duda de ello-- han querido que el final de la vida del cabeza de la comunidad católica represente un ejemplo palpable, urbi et orbe , de cuál debería ser el tratamiento a los ancianos y enfermos en la recta última de sus existencias. Un tema en abierto debate.

Pero las apariciones públicas de un Papa al límite de sus fuerzas, que tantas emociones, respeto y compasión han despertado en todas las latitudes --y también tanta incomprensión y dolor--, difícilmente habrán conseguido forjar un modelo positivo a asumir por muchos para sí mismos o para sus mayores. Afortunadamente, parece que los últimos días de Juan Pablo II habrán transcurrido de otra forma: en sus aposentos, entre los suyos, según su voluntad, y sin una hospitalización que intentase aplazar lo inevitable más allá de lo humanamente posible.