Historiador

El mes de agosto, pese a la desmemoria en que algunos nos quieren meter --y ello a pesar de que luego hablan de la importancia de recordar la historia--, estará para nosotros siempre unido a la sangre derramada. A la sangre inocente derramada.

Toda Extremadura, y en especial la provincia de Badajoz, fue ferozmente arrasada por las fuerzas golpistas que en el treinta y seis quisieron salvarnos de nuestro propio destino libremente elegido; del destino democrático que llevaba en sus venas las consignas de justicia y libertad.

No se trata, claro, de remover rencores, de avivar los odios de los que fuimos víctimas: las más desamparadas mayorías. Se trata, sí, de hacernos la justicia que durante tantos decenios se nos había negado; de abrir los ojos, los oídos a lo que durante cuarenta años se prohibió y luego, durante no menos de otros veinte no se consideraba políticamente correcto remover.

Por eso, ahora, cuando en distintos pueblos y ciudades los herederos de los que perdieron por la fuerza más bestial el futuro elegido con tanta ilusión y sacrificio... los herederos, digo, de los masacrados e ignorados, nos acercamos a los cementerios para recordar su vida y seguimos pensando y actuando para que se imponga justamente la memoria histórica. Y damos el homenaje humilde de nuestra presencia contenida, como durante tantos años otros dieron el vasallaje gritante de consignas triunfalistas, eufóricas y excluyentes a los que impusieron a sangre su ley y su criterio. Este agosto, una vez más, la sangre derramada injustamente está siendo la guía de esos minutos de recuerdo que es lo mínimo que a los nuestros, ilusionados entonces y caídos inmisericordemente después, podemos ofrecer.