TLta había visto varias veces llegar a su casa con los ojos ahogados en lágrimas. Se solía sentar en un sillón y se tapaba la cara con las manos para intentar esconder su desesperación; y más de una vez algún hematoma. Y ella siempre intentaba consolarla con la misma frase: "Aguanta hija, aguanta, ya verás como se le pasa ese mal humor y todo vuelve a ser como antes". Pero sabía de sobra que eso no ocurriría, porque lo mismo que estaba viviendo su hija, ella lo había vivido antes. Las mismas palizas, las mismas humillaciones. "Aguanta hija, aguanta, él no es malo, lo que pasa es que a veces le sale ese mal pronto...", le decía su madre a ella. Y ella aguantó. Un año, dos años, toda la vida, hasta que su marido murió. ¡Qué remedio! Entonces no podía una así como así abandonar el hogar e irse a casa de los padres, porque la mujer debía obediencia ciega al marido. Era mandato divino; orden inquebrantable. Pero ahora, que los tiempos han cambiado, la primera vez que le puso la mano encima tenía que haber impedido que su hija volviera con él porque sabía que aquello volvería a repetirse. Y, sin embargo, no supo protegerla, no se atrevió a incitarla para que rompiera el orden establecido, porque a ella la habían inculcado con demasiado empeño que la mujer nace para educar a los hijos y servir al marido. "Aguanta, hija, aguanta. Ya se le pasará, es un buen chico, lo que pasa es que está desquiciado por lo del trabajo". Una tarde fue a su casa y la encontró tendida en el suelo del salón medio muerta. Había recibido la peor de las palizas. Al poco rato se vio en una ambulancia acompañando a su hija camino del hospital pronunciando repetidamente la frase que antes no debía haber pronunciado nunca: "Aguanta hija, aguanta".

*Pintor