TLta pandilla de muchachos recorría el barrio y no dejaba domicilio sin visitar. Llamabas en una puerta y hacías sonar las panderetas y las zambombas. Las vecinas fomentaban la tradición y te recibían cantando: Que entre usted mozo, que entre usted mozo, ole salero, ole salero . Y el coro juvenil contestaba: Que no quiero entrar, que no quiero entrar, ole salero, ole salero, porque me falta la voluntad, ole salero, ole salero . Lo cual era falso naturalmente, pues sabías que si entrabas salías con una figurita, un mantecado y diez céntimos. Las figuritas y el mantecado duraban poco pero menos aún los diez céntimos que acababan en el cajón de la Salva, una señora con un moño que provocaba el jolgorio infantil y que tenía un oscuro cuchitril en el que nos abastecíamos de pipas, regaliz, palacazú y chochos.

En casa, las empleadas de hogar, por entonces llamadas criadas, chachas e incluso marmotas, cantaban: El pasillo alante-viene pregonando-don Urbano Sánchez -con el aguinaldo . Y mi padre sacaba un trozo de turrón que había adquirido a uno de los turroneros instalados en la plaza.

Eran tiempos de miseria y de compartir. Parecía necesario hacer un obsequio a quienes te servían algo a domicilio. El panadero, el lechero y especialmente el cartero. Uno de ellos, el entrañable Juan que era morador nuestro, componía unos versos que debidamente editados con colorines dejaban todos sus colegas en manos del personal que acudía en busca de correspondencia tras escuchar el silbato del cartero. También eran frecuentes los aguinaldos a los empleados por parte de las empresas por muy pequeñas que fueran.

Hoy los niños no te saludan con una pandereta sino con un petardo. Pues tú te lo pierdes que te quedas sin los diez céntimos.

*Profesor