Los túneles del metro son las venas por las que circula la sangre de la ciudad, alimentándola. En los atestados convoyes que se desplazan por el subsuelo viajan, es un decir, los ciudadanos más útiles, aunque no, por eso mismo, los mejor considerados. Los que hornean el pan, los que cuidan a los ancianos solitarios, los que adecentan las casas y las calles para que a los demás no se los coma la mugre, los albañiles, los mozos de almacén, los estudiantes que estudian, los dependientes, esto es, cuantos con su esfuerzo diario, sus madrugones y sus menguadas ganancias hacen posible la existencia en la gran ciudad. Si los trenes subterráneos se paran, si las bocas del metro no tragan ni vomitan el gentío, si las vías no traen ni llevan a nadie y todas las estaciones devienen en espectrales como la de mi natal Chamberí, es natural que la ciudad se resienta. Porque merced a una huelga del metro no sólo conocemos el valor de sus empleados suburbanos e infatigables, sino el más inmenso aún de los que se desplazan bajo tierra.

Madrid se colapsó el otro día con la huelga del metro, y si uno hace caso de lo que se publica, la indignación fue general contra quienes la hicieron. Lo que no se publica, o se publica menos, es que el gobierno autonómico de Esperanza Aguirre dictó, por lo visto, unos servicios mínimos del 50%, cosa que sí es para indignar. Es cierto que muchas vidas (más de dos millones), y en una medida difícil de calibrar, se vieron afectadas por el colapso, y que, en consecuencia, la contrariedad momentánea pudo ser severa, pero no lo es menos que el abuso de poder que significa la actitud revientahuelgas de Aguirre afecta, en potencia, a todos los madrileños, a los trabajadores y a los usuarios del metro. Una huelga que consiste en que los trenes pasen por las estaciones cada tres minutos, en vez de cada uno y medio, no es una huelga, pero Aguirre no es nadie para conculcar tan alegremente, así como es ella, un derecho fundamental como el de la huelga. Por fortuna, la hubo, y se notó, vaya que si se notó, la ausencia o el retraso de los ciudadanos más útiles.