Definitivamente, no tenemos remedio. Quedaba incólume la fiesta nacional. El 12 de octubre. Pues ahora, también tenemos que embarullar la fiesta nacional. A Miguel Barroso , que pasa por ser el genio en la sombra de la comunicación de Zapatero , se le ha ocurrido hacer una especie de día de la raza , una suerte de desfile de la Hispanidad por las calles de Madrid que tiene horrorizados a los de Exteriores y a los de la Secretaría Iberoamericana, cuyo titular, el uruguayo Enrique Iglesias , dicen que está molesto con su vecino de la Casa de América, por ciertos desplantes que le ha hecho.

Para el mismo día, antaño pacífico, los jóvenes de las Nuevas Generaciones del PP están invitando a la gente a salir a la calle para mostrar el amor a España: confiemos en que la idea, que no me parece mala, salga de manera tan positiva como las intenciones que la animan. ¿Habrá banderas? ¿Qué banderas saldrán? ¿Habrá algunos que, desde el lado ultra aprovechen la ocasión para desvirtuar la que puede ser una iniciativa interesante?

Y hablando de ultras: los radicales (qué inadecuada clasificación), o sea, la extrema izquierda, andan preparando, para el 12-o, quemas masivas de fotografías de los reyes. Parece que han empezando a coordinarse en varias autonomías. Una locura. Una más.

Puede que lo mejor, el día de la fiesta nacional, hubiese sido dejarla como estaba. Pero entiendo que son precisas convocatorias de afirmación de valores. Unos valores que no debería haber sido necesario ponerlos de manifiesto: la unidad de España, la bandera, la Corona... Un marciano que aterrizase en este país nuestro el próximo día 12 creería, me temo, que ha llegado a un país en plena revolución, casi al borde de una guerra civil. O que ya estamos en el carnaval. Y nada de eso: la verdad es que este sigue siendo un país en el que abren las panaderías cada mañana, estamos casi en pleno empleo --trabajo negro incluido-- y con unas dosis de normalidad bastante amplias, aunque el marciano no lo creería si, además, escucha a determinados comentaristas radiofónicos, alguno de los cuales ha conseguido que le sigamos escuchando por el morbo de saber cuál es su último desatino. Lo dicho: una auténtica locura.