Exministro de Trabajo

Durante años, los españoles estuvimos acomplejados. Nos sabíamos, en nuestro atraso, mucho más pobres que los países europeos de nuestro entorno. Nos fascinaban el bienestar y la libertad, para nosotros vetados, que disfrutaban la mayoría de los países occidentales.

Pero, afortunadamente, no hay mal que cien años dure. Un día, los vientos de la historia comenzaron a soplar a nuestro favor. Enterramos la dictadura, nos dotamos de una buena Constitución democrática, abrimos nuestra economía, construimos un estado social y de derecho, entramos finalmente en Europa. Como éramos los hermanos pobres de la Europa de la solidaridad y la cohesión, recibimos unos importantes fondos de ayuda, que colaboraron en nuestro desarrollo.

Nuestros gobiernos, empresarios y sindicatos supieron --con sus altibajos-- adaptar nuestro sistema productivo a las nuevas exigencias. Nuestra economía creció y creó empleo de forma intensa, hasta el punto de pasar de ser una sociedad en la que muchos tenían que emigrar, a una que precisaba de inmigrantes.

El clamor del "ya somos europeos" nos daba confianza y seguridad. Esa Europa, a la que ya pertenecíamos con todo derecho, se propuso un nuevo reto. Lograr dotarse de una moneda común. Puso unas exigentes condiciones a los países aspirantes. Nosotros logramos superarlas. En la Europa del euro, seguimos creciendo por encima de la media comunitaria, aunque nuestra economía se desacelera actualmente, al igual que la del resto de nuestro entorno.

Hasta ahora ha sido una feliz historia. Podemos estar bien orgullosos de lo que, entre todos, hemos hecho. Del patito feo del estanque, nos hemos convertido en un aseado cisne blanco. Pero, sorprendentemente, un nuevo complejo comienza a afectarnos, ahora que todo parecía irnos bien. Si antaño fuera el de inferioridad, hogaño aparece el de superioridad. Ya no nos conformamos con ser un cisne más. Ahora nos creemos el más hermoso. Y en nuestro interés por demostrarlo, inflando el pecho y alargando el cuello, comenzamos a molestar a algunos de los que tanto nos ayudaron cuando éramos pobres.

Seguimos recibiendo fondos comunitarios de aquéllos a los que criticamos como ineficaces en su economía. "Miradnos a nosotros --les repetimos--. Aprended de nuestro crecimiento".

Pero, en nuestra levitación, Europa se nos queda pequeña. Ya nos sentimos entre los grandes mundiales. Por eso nuestra meta actual es entrar en el G-7, el selecto club de los países más industrializados del mundo. Es bueno que tengamos metas elevadas. Lo que pasa es que no debemos levitar, ni sacrificar mucho de lo obtenido por la simple satisfacción de compartir mesa con los grandes. Tenemos que avanzar con los pies firmes sobre el suelo. Y aún tenemos mucho por hacer. Algunos de nuestros parámetros macroeconómicos son realmente positivos --déficit o endeudamiento por ejemplo--, otros son moderadamente razonables, como el crecimiento económico, pero otros comienzan a adquirir un rostro preocupante, como la inflación o el endeudamiento familiar. Y, a pesar de nuestras mejoras, seguimos siendo el país europeo con mayor tasa de desempleo.

Según el Foro Económico Mundial, estamos a la cola, junto con Portugal y Grecia, de los países europeos. En su Informe sobre Competitividad Global ocupamos el puesto número 25 de los 80 países estudiados.

Es cierto que ya no tenemos ninguna razón para sentirnos el patito feo, pero tampoco está justificada la levitación eufórica que nos impulsa a sentirnos grandes entre los grandes. Ya lo dicen los viejos del lugar. Cuando uno se eleva del suelo y pierde pie, puede pegarse un considerable porrazo. Sigamos como hasta ahora, paso a paso. No queramos saltarnos etapas que aún nos quedan que recorrer, por muy apetecible que pudiera ser la foto de mesa camilla con los poderosos.

Ah, por cierto. Algunos analistas nos dicen que una de las razones del apoyo incondicional del Gobierno español a Bush podría ser su puerta abierta para nuestra entrada en el G-7. La entrada con esas condiciones no nos merecería la pena. Entremos cuando nuestra economía real nos abra esas puertas, no como moneda de pago por ser cómplices de una guerra incomprensible, que ya comienza a roer Europa, ésa gracias a la que, por fin, dejamos de sentirnos patitos feos.