WLw os desequilibrios que presenta la cohesión de la eurozona han quedado una vez más al descubierto con el acuerdo alcanzado para auxiliar a Grecia en caso extremo. Al final, se ha impuesto la primacía de la ortodoxia alemana para gestionar la crisis económica a la flexibilidad exigida por otros socios de la zona euro --singularmente Francia y España, que ostenta la presidencia de turno de la Unión Europea-- que, por diferentes motivos, consideran un mal precedente la implicación del Fondo Monetario Internacional (FMI) en una eventual operación de rescate de Grecia. Un precedente que, por de pronto, entraña la aparición de Estados Unidos en la resolución de los problemas económicos europeos a través de la minoría de bloqueo de que dispone en el FMI y del peso doctrinal de los economistas estadounidenses en la institución.

La fórmula impuesta por la cancillera Angela Merkel, que aplaza toda operación de refinanciación de la depauperada economía griega a una situación de quiebra inminente, obedece a la presión de la opinión pública, al rigor fiscal que exige su ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, y a la cercanía de las elecciones en Renania del Norte-Westfalia, el 9 de mayo. Pero es tributaria también del pavor alemán a los juegos de manos monetarios que pueden desencadenar inflación y de las dificultades que hace 10 años puso el Tribunal Constitucional a la desaparición del marco.

Más que el final de una crisis, la solución adoptada en Bruselas debe entenderse como un aviso de la poderosa economía alemana a los demás integrantes de la eurozona, en especial Portugal y España, y puede que también Italia. Y la reacción de los mercados al acuerdo --apreciación del euro y reducción del coste de la deuda griega-- debe entenderse como un apoyo de los inversores a la estrategia de Berlín, aunque algunos analistas alemanes hayan prodigado durante los últimos días las críticas a las condiciones puestas por su Gobierno, inspiradas antes, dicen, por los adversarios del euro que por los defensores de la unión monetaria.

En última instancia, la crisis griega ha certificado en la práctica algo por demás previsible: la imposibilidad de imponer a Alemania una política de ajuste económico que implique rectificar su propio programa de recuperación. Ni siquiera Francia, por mucho que se esfuerce en demostrar lo contrario el presidente Nicolas Sarkozy, puede hacerlo. La salud y la administración de la eurozona es cosa alemana.