El Alentejo es la Extremadura al otro lado del espejo y viceversa. Nos hermanan soledades y silencios, y la historia nos adeuda parecidas cantidades de ingratitud y desagravio. En ambos lados, separados por una cada vez más inútil línea de demarcación, crecen las mismas flores del abandono y resignación, y el pan que fermenta sabe todavía a desaire de los tiempos que tocaron en suerte vivir. Para unos esta tierra única y doble es presa de un inmovilismo endémico; para otros es la lejanía física y moral de los centros de decisión la que la ha condenado al exilio, a contentarse con lo que no quieren otros. ¿Qué hacer para salir de este mar de renuncias y trenes perdidos? El futuro es tan volátil como una promesa electoral; hay que vislumbrarlo para anticiparse a lo venidero, pero será difícil atraparlo si esa difícil papeleta no aparece en la voluntad de aquellos que debieran ver mejor y más lejos que nosotros. Y no deben tardar más. Ya está bien de mirarse y no reconocerse. No queda otra que caminar de la mano hasta que soñemos los mismos sueños y hablemos una misma lengua, pero antes tendremos que dejar atrás el vivir de espaldas al otro. Es obligado superar el rigor mortis atávico de la identidad, estar por encima todos los ismos que se nos vienen a la cabeza y abanderar el movimiento hacia un horizonte común, más allá de los estandartes nacionales y los peajes políticos, puesto que tanto la pesada carga que nos lastra como los desafíos a los que nos enfrentamos a uno y otro lado son similares. Dejemos de mirar a Madrid, Lisboa o Sevilla. Extremadura y el Alentejo son la misma Alicia ante el espejo. No sería un mal comienzo que los responsables de los partes meteorológicos de Canal Extremadura permitieran a las nubes y los soles atravesar la línea que separa las dos mitades de nuestro pequeño gran país del suroeste. ¿O no es a fin de cuentas el mismo cielo, los mismos campos los que nos contemplan y compartimos?