Desde ayer y hasta mañana se celebra en el Centro Cultural Las Claras de Plasencia la cuarta edición del festival literario Centrifugados, coordinado por el editor y poeta cacereño José María Cumbreño, que como de costumbre nos trae a autores del otro lado del Atlántico, como los mexicanos Jorge Posada y Omar Pimienta (que estuvo ayer con alumnos de institutos en Cáceres), la argentina Eleonora Finkelstein o el chileno Nicolás Said, sin descuidar a autores españoles como los gallegos Ángel Cerviño o Chus Pato, y por supuesto extremeños como Pilar Galán, Álex Chico o José Antonio Llera. Junto a este último leerá hoy a las once de la mañana Esther Ramón, sin duda una de las voces más destacadas de la poesía española actual.

Nacida en Madrid, pero con orígenes extremeños (su madre es de Valencia de Alcántara), Esther Ramón es autora de ocho poemarios en los que muestra un reconocible imaginario propio, hecho de imágenes inquietantes, que, en Tundra (2002), Reses (2008) y Caza con hurones (2013) busca apresar por un momento la realidad fluyente y la violencia perceptible en la naturaleza, buscando «leer las palabras que escribe la corriente» y «tensar el ojo indirecto» para captar las verdades que sobre nosotros puedan transmitirnos los animales.

En su obra, la naturaleza, la fauna y la flora, pero también los seres engañosamente llamados inertes, son la red simbólica que abarca todos los propósitos de su decir. Animales emblemáticos, como el hurón (cazador subterráneo, que evoca la búsqueda de un lenguaje oculto por debajo de los tópicos) hacen su aparición, como también las aves que adquieren múltiples significados relacionados con la vocación poética. Pero nada más lejos que una visión armónica e idealizada de la naturaleza en Esther Ramón. Por el contrario, su mundo poético está regido por una continua violencia, como se hará más palpable en su poemario Reses (2008). Poeta heracliteana, tan lejos del idealismo platónico como del cinismo de Diógenes, la poeta se propone «vivir sin casa, / sin toneles. / Vivir en la cascada». En sus libros Grisú (2009) y Sales (2011), el trabajo de los mineros evoca el de la poeta, ahondando en la gravedad de lo aparentemente inamovible, intentando asumir «la forma en su peso / de aves muertas». Frente a aquel bellísimo Piedras, de Roger Caillois, la inmovilidad no puede ser portadora de belleza para Esther Ramón, quien en su libro Desfrío (2015), conjuga las dos isotopías, mineral y animal, en su búsqueda de sentido concebida como una extracción dolorosa y a la vez amante de la perecedera materia, en lo que el poeta y ensayista pacense Antonio Méndez Rubio definiera como «una mística pobre, una mística desprovista de mística, materia de resistencia en la confianza, inversa a la idea de elevación». En sus dos últimos libros, ya sea mediante el poema extenso en Moradas (2015), donde prosigue el imaginario animal de Reses, ahora desde la fauna salvaje de los guepardos, fascinantes en su velocidad cazadora, o en la concisión de En flecha (2017), con la que pretende buscar «una nueva ruta», hecha de impulsos y borrados sobre el blanco del papel, Esther Ramón mantiene una coherente idea de la poesía como un esfuerzo que nos sirve, en medio de la incertidumbre, para «sostener el alfabeto de lo vivo».