A estas horas nadie sabe si la máquina de discos del bar Amador, que cerró anteanoche en Cáceres, volverá a sonar algún día. Quién sabe dónde. Hay en las despedidas algo de nostalgia contenida porque el final ya está claro. Como cuando sabes que un amigo se va a morir y no puedes hacer otra cosa que aceptar el destino entre lágrimas.

Al bar Amador le sucedió algo parecido en su última noche con los parroquianos que dejaron sin existencias de cerveza a Manolo, esa estatua de cristal convertida en camarero ya para la eternidad. Había también la otra madrugada una pizca de morbo en el adiós: los últimos bailes junto a la barra, la canción de Dylan y el punteo de los Dire Straits como bandas sonoras de otras vidas en un bar convertido en museo.

AL MENOS ese sería un buen deseo para quien tome, ojalá, las riendas de un lugar mágico donde cuelgan carteles de The Doors y el cubata se servía en vaso de tubo. Había algo de resignación en las miradas de quienes estuvimos allí la otra noche, como si nadie quisiera negar que el reguetón se ha llevado también por delante a la sala Mercantil de Badajoz, tras 21 años de vida y 3.000 conciertos.

No hay nostalgia ahora. Simplemente se escapa el alma de los sitios genuinos, que vuela ahora hacia un lugar desconocido, queriéndonos mostrar que también se lleva una parte de nosotros, de los lugares donde fuimos felices y a los que no debemos volver. Ayer amanecí con la sensación de que algo sí quedó guardado en el Amador la noche final. Acaso la certeza de que será imposible recuperar lo que ya se guarda en ese lugar para siempre y que no es otra cosa que un montón de recuerdos.