Cuando termina la guerra en Irak, el Gobierno de Bush acusa a Siria de ofrecer refugio a los líderes iraquís, poseer armas de destrucción masiva y ayudar a algunos grupos terroristas. Casi las mismas acusaciones desgranadas contra Bagdad antes de la invasión. Tras la caída del régimen de Sadam se acelera el plan para instaurar un nuevo orden en Oriente Próximo, del que se supone que incluirá alguna rectificación de fronteras y quizá un Estado palestino neutralizado y sin viabilidad económica, reserva de mano de obra barata. Las presiones sobre Damasco no son ajenas al futuro de los altos de Golán, ocupados por Israel desde 1967, de suma importancia en la inevitable guerra del agua que se incuba en la región. Puesto que Siria no parece ser un objetivo militar inmediato, si hemos de creer a Blair y Straw, la hipótesis más plausible es que la estrategia de Washington, en estrecha conexión con la de Israel, persigue someter a todos los estados de la región. La arrogancia previa a la guerra, estimulada por la victoria militar, olvida los límites del poder. Y Aznar, que ha recibido de Bush el encargo de presionar a Siria, tiene el dilema de ir más allá que Londres o secundar a la Europa que pide contención a EEUU.