Aunque me pese decirlo, Donald Trump siempre gana. Nadie daba un duro por ese caprichoso hombre de negocios, y sin embargo ahí está. Ganó las primarias, ganó a los críticos de su partido antes de las elecciones, ganó a los medios que se posicionaron contra él la inmensa mayoría-, ganó a quienes le acusaron de misógino y picaflor y, contra todo pronóstico, ganó a Hillary Clinton. Trump tiene las papeletas para perder todas las batallas, pero al final acaba ganando la guerra.

La multitudinaria manifestación en Washington de las mujeres contra Trump del pasado sábado no consiguió moverle un solo pelo de su famoso flequillo. Una manifestación que fue no solo una patochada (similar a las que hace Podemos frente al congreso) sino también una forma de magnificar su fracaso e impotencia. Trump se preguntó después por qué, si tanto le detestan los manifestantes, no votaron en las elecciones. En realidad, lo hicieron, pero EEUU, como España, como cualquier país del planeta, es mucho más que la imagen movida que ofrece la calle.

La marcha de las celebrities (Madonna, Kate Perry...) no fue productiva. Si estas activistas de fin de semana se creen tan influencers, ¿por qué no usaron esa influencia para negarle la presidencia a Trump antes de las elecciones, y no después?

De llevar a efecto sus ideas políticas, Trump se convertiría en uno de los peores presidentes de Estados Unidos. Si yo fuera estadounidense, no le hubiera votado ni en pleno coma etílico. Dicho esto, América, esa América que aspira a ser grande de nuevo, tendrá que asumir el dictado de las urnas.

«En la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo», escribió Kafka. Pues bien, parece que en la guerra contra Trump, todos --incluidas las mujeres de la marcha-- han echado mano de su inoperancia para ponerse de parte de Trump. América conduce borracha y nadie la detiene. Esa es la verdad, aunque me pese decirlo.

* Escritor