No puede ser». Me repetí esas tres palabras al menos diez veces, mientras recordaba todo lo que había vivido y sentido hace 20 años: aquella manifestación portando un gran lazo azul, la rabia e impotencia de no poder hacer otra cosa que clamar contra la barbarie, el dolor y las lágrimas por alguien a quien no conocía... «No puede ser», me volví a repetir una vez más. «Está bien que sean jóvenes. Es de entender que no tengan una memoria, basada en recuerdos propios, de aquellos momentos. Probablemente, serían recién nacidos, o unos chiquillos. Pero, ¿de verdad no han oído hablar de ello? ¿Nadie les ha explicado lo que supuso para la sociedad española? ¿Cómo unos hechos tan relevantes han quedado relegados a una simple anécdota? ¿Cómo se puede diluir, en tan pocos años, un espíritu cívico tan sólido y extenso?».

Se me acumulaban las preguntas, y solo llegaba a una conclusión: no puede ser, pero es. Apenas conocían la figura de Miguel Ángel Blanco. Les sonaba. «¿Lo secuestraron o lo mataron?», dudaban en voz alta. Habían oído campanas, pero no sabían muy bien dónde. «Sí, creo que era un político», decía uno. «Sí, sí, lo mató ETA», concluía otro. Pero lo dicho: sabían poco del tema, y me dio la sensación de que tampoco lo veían como un asunto demasiado importante.

Pero ellos no tienen la culpa. La responsabilidad de esta amnesia colectiva es de la sociedad. De los adultos de entonces, de sus familiares, de sus maestros, y de los que somos un poco mayores que ellos y sí conservamos un recuerdo más vívido de lo que aconteció.

No les hemos contado, con detalle, qué ocurrió. No les hemos sabido transmitir las sensaciones y reacciones que aquel crimen produjo en la sociedad española. No hemos logrado enseñarles a cultivar y respetar esa unión tan maravillosa que nació como reacción a aquel cruel asesinato a cámara lenta. Estamos dejando que lo mejor de lo que hemos sido como sociedad, y que los símbolos de los que deberíamos enorgullecernos, queden relegados a un rincón de la Historia.

Y, mientras tanto, los sanguinarios asesinos, y su cobardes cómplices, van construyendo un relato en el que retratan a los asesinos como víctimas, al tiempo que se ciscan en la memoria de las verdaderas víctimas. Y no hay derecho a ello. Porque la Historia no se puede reescribir. Y porque, todas las familias que sufrieron la barbarie etarra, merecen memoria, dignidad, justicia, y el reconocimiento perpetuo de una sociedad que siempre estará en deuda con ellas.