Escritor

En algún lugar del mundo hay ahora mismo un hombre escribiendo un libro perfecto en cuyas páginas van a leer nuestros nietos quiénes somos y cómo gastamos la ocasión de vivir. Mientras tanto, el Ejército de Liberación del Señor quema vivas en Uganda a trescientas personas, un ministro hace chistes de taberna sobre el islote del Perejil y un veterinario de Badajoz lucha por recuperar la custodia de su hijo de seis años. Tres asuntos dispares que la actualidad coloca en un mismo plano. Y sin embargo, en algún lugar del planeta hay ahora mismo un ser empeñado en legarnos una obra inmortal, ajeno a los telediarios. Puede que sea un hombre poco informado, uno de esos tipos a los que le preguntas por el nombre de la última novia de Jesulín de Ubrique y te suelta una fresca; uno de esos misántropos que desequilibran las encuestas de intención de voto. Un hombre periférico, de los que detestan a Shakespeare porque hizo creer a muchos que "cuando nacen los mendigos, no se ven cometas y a la muerte de los príncipes, los cielos mismos arden". Un hombre que signifique para nosotros tan poco como para su tiempo significaron Leopardi, Lampedusa, Kafka o Pessoa, gente extraña pero sin cuyas palabras resulta imposible entender en su amplitud la naturaleza del alma humana y el tiempo en que les tocó gastarla.

Por aquí, quienes más se asemejan a este tipo de hombres de los que vengo hablando son sin duda Pablo Guerrero y Luis Landero, ambos esquinados tras su periferia de poesía, calibrando a un mundo hecho a la medida de los tiburones del mercado y al que ellos apenas si pertenecen, pero cuya esencia consiguen atrapar y moldear en palabras que forman parte ya de la historia de la literatura española.

Creo sinceramente que en este mismo instante hay en algún rincón del mundo un tipo componiendo esa canción que ha de convertirse en el himno de las generaciones futuras. El Hey Jude del siglo veintiuno. Y supongo, o al menos lo espero con todas mis ansias, que ha de ser un hombre en extremo lúcido, lejos de ese "sujeto débil, arrastrado por los impulsos y al que sólo aplacará un matrimonio indisoluble, la virginidad o el celibato" que pinta la Conferencia Episcopal Española en su último documento. La debilidad del sujeto a la que se refieren los obispos --y no estoy pensando sólo en la del sujeto contemporáneo-- habría que achacarla precisamente a esa obsesión de trascendencia que nos han insuflado en las venas durante siglos las religiones, todas las religiones. Yo creo en el ser humano, pero desconfío de la humanidad. Desconfío de los que desconfían de su paso si no va acompasado al ritmo que marca la muchedumbre. Algo parecido a lo que opinaba días atrás en estas páginas Carlos Carnicero al respecto del modelo de política que siguen los partidos y a los que "ya no interesa la democracia interna, sino la disciplina". En cierto sentido podría afirmarse que es ésta la peor gripe del pollo con la que se ha contaminado el hombre de nuestros días: olvidarnos del individuo para caminar al dictado de una disciplina marcada por tipos de oscuras entrañas. Yo creo en pocas cosas, pero puestos a creer en algo excelente, creo en la excelencia de ese tipo que está ahora mismo sentado en su casa, casi en penumbra, componiendo un verso, una canción, una fórmula científica, una novela --algo raro si pensamos en el escaso rendimiento que sacará de ello--, sin ningún interés por trascender, con absoluto desprecio hacia las teorías de la justificación de Bush, de Aznar, de los índices de audiencia y de la objeción de conciencia exigida por la Pastoral Familiar de la Iglesia de España, sólo con las miras puestas en hacer la vida más agradable a los demás. Creo en ese tipo que sabe que Dios está mirando para otro lado mientras él se quema las pestañas y las horas en busca de eso tan misterioso que algunos llaman belleza.