En Extremadura se dice que «del cerdo nos gustan hasta los andares» y es imposible negarlo: desde el morro y las carrilleras, hasta el codillo y las manitas, pasando por las orejas, la cabeza o la papada, para pasar luego a lo importante: costillas, lomo, paletilla, magro, pluma, presa, secreto, solomillo, jamones...

Los vetones, pueblo prerromano, nos dejaron verracos de piedra en Botija, Madrigalejo, Segura de Toro o Pasarón de la Vera, y algo de totémico sigue teniendo el cerdo para nosotros.

Un estudio de hace unos años decía que Extremadura tiene el mayor porcentaje de personas con ascendencia morisca o sefardí, pero los descendientes de conversos parece que se desquitaron de la prohibición del judaísmo y del Islam respecto a lo porcino.

Peter Sloterdijk, charlatán profesional y buen filósofo a ratos, quedó maravillado en su viaje por Extremadura al ver los «cerdos libres», hozando gozosos bajo las encinas, y no en el universo concentracionario que es destino común de casi toda la ganadería en Europa.

No extraña que las estadísticas digan que superamos ampliamente la media nacional en consumo de embutidos y carne de cerdo y estemos por debajo en frutas y hortalizas.

El lector de alemán en Cáceres, vegetariano antes de llegar aquí, me confesaba que se le saltaron las lágrimas de felicidad al probar el jamón.

Una estudiante Erasmus se quejaba de que aquí no hay veganos, y sin duda el excelente restaurante vegetariano en la plaza Marrón de Cáceres o el Shangri-La en Mérida no son sino la excepción que confirma la regla.

En su tratado Sobre lo sublime, Longino debería haber incluido la degustación de algunos solomillos o ciertos jamones de bellota que sirven en esta tierra.

Recuerdo, cuando era niño, que los fríos venían asociados a los chillidos de los cerdos sacrificados en las matanzas caseras, ceremonia sangrienta a la que nunca asistí, al contrario que muchos de mis compañeros.

Mi maestra, no precisamente un dechado de virtudes pedagógicas, amenazaba a los rebeldes diciendo que «a todo cerdo llega su san Martín», un refrán que en mi mente infantil tenía resonancias ominosas, por coincidir con mi apellido. Antiguamente no era raro que las campesinas alimentaran con biberón a los lechoncillos que quedaban sin madre, y que lloraran cuando tocaba sacrificarlos.

Hace un año veía yo pasear a una pareja con un cerdo vietnamita (siguiendo quizás el ejemplo de George Clooney), que en unos meses pasó de gracioso cerdito Babe a torpón marrano. Los he vuelto a ver ya sin el cochino, y me pregunto si se lo comerían con salsa agridulce.

* Escritor y profesor