Imaginen ustedes. Ocho de la mañana. Toca el timbre. Mil quinientos angelitos que han dejado atrás un mundo exterior sin conflictos, donde se vive la paridad de géneros, la tolerancia cero contra el racismo, etcétera, entran en el instituto. Pero allí, al sonido de la campana, como en un videojuego de esos que el Estado autoriza alegremente, se convierten en algo diferente, que avanza a empujones por el pasillo, que trata de llamar la atención a toda costa y que en grupo se ríe de los débiles. O que fuma a escondidas (aunque no fume fuera), o que se lleva alcohol a las excursiones (mi hijo no ha bebido nunca) o que se ríe abiertamente de los homosexuales. O que graba en vídeo las palizas.

¿Qué se puede hacer en estos casos? No se preocupen, que todo está resuelto. Solo hay que seguir el decálogo contra el acoso escolar publicado en el mismo periódico que hace unas semanas hacía un canto a la convivencia multirracial en nuestros centros educativos. Diez recomendaciones, nueve para los profesores, una para los padres. Hay que tener en cuenta, dice el decálogo, que el problema surge en la escuela (nunca fuera) y debe resolverse en ese ámbito.

Me han fascinado siempre los decálogos, quizá por esa intención tan humana de ordenar el mundo y de parcelar lo infinito. Mi favorito es uno sobre el cuento, de Horacio Quiroga . No escribas bajo el imperio de la emoción --dice--. Cuando hayas logrado hacerlo, habrás llegado en arte a la mitad de camino. O sea, no escribas en mitad del diluvio ni en medio de la tormenta.

Y de verdad que he intentado hacerlo. He tratado de ir guardando en la carpeta de cosas pendientes la agresión a la niña de Ponferrada, lo de Alicante, el vídeo del profesor agredido- Pero de pronto, las palabras salen a presión, como de una tubería obstruida, sobre todo cuando otros sí escriben bajo la emoción, o mejor dicho, sin conocerla siquiera, desde el punto de vista del ignorante que cree estar a salvo siempre.

Dice el decálogo que el profesor debe actuar rápidamente. Cómo, me pregunto yo. Avisando a los padres (mi hijo nunca, como la madre de la chica que grabó el vídeo), expulsando del centro por cinco días (qué se consigue) o poniendo amonestaciones que los agresores coleccionan como medallas de guerra.

XTOCA ELx timbre de salida y, misteriosamente, los adolescentes vuelven a convertirse en ángeles. Todo al sonido de la campana, en plan mágico. Y los profesores, esos vigilantes que deben hacer equilibrios entre lo que intentan enseñar y lo que los alumnos quieren aprender, vuelven a convertirse en seres normales. Padres de familia, amigos, alguien con quien jugar al fútbol. Alguien que no puede con tantas responsabilidades a la vez, cumplir un programa impuesto, vigilar que no se maten en el patio, educar en valores que chocan muchas veces con lo que aprenden fuera.

Sin embargo, en medio de la emoción y de la indignación más aguda, aún defiendo la profesión que ejerzo. La mayoría de los alumnos son solo adolescentes que tienen días bobos como todos, pero que no pegarían a otro en su vida. Y también hay padres maravillosos que se preocupan y que ven en el centro un continuador de su educación, no un enemigo que mete ideas extrañas en la cabeza.

Hay gente estupenda, pero por eso mismo a ellos no está dedicado este artículo. Está dedicado a ese decálogo que nos hace responsables de un acoso que viene de fuera aunque se manifieste en las aulas y de una violencia que estalla en cuanto se aplica la más mínima norma de convivencia. Está dedicado a esas leyes que nos acusan si quitamos un teléfono móvil en clase, o se nos escapa un insulto después de recibir cientos, o que permiten que se emitan en televisión las imágenes del profesor agredido, grabadas con el móvil de la chica que acompañaba al agresor.

Puestos a escribir decálogos yo pido uno para nosotros. Uno que nos cuente qué hacer en medio de la incertidumbre, en esta tierra de nadie en la que nos han colocado como responsables de una autoridad que nadie ejerce pero todos demandan. Y además sin cobertura legal. Como si encima y a pesar de todo, no tuviéramos ni derecho a defendernos. A ver si va a ser verdad que el toque del timbre marca el paso a otro mundo, en el que los adultos pierden hasta el nombre y los ángeles se convierten en demonios.

*Profesora