Un día son 1.440 minutos; un año, más de 525.000. He perdido la concepción antigua que tenía del tiempo, los recuerdos se han movido para siempre para no volver nunca ya al lugar del que vinieron.

Me detengo a veces antes las fotos como quien mirara a un extraño, a alguien que pertenece a otra vida aunque siga viviendo en la mía. Diciembre ha comenzado y ya nada es igual. Yo ahora estaré viajando mientras ustedes leen este artículo, aunque creo que otro trayecto, otra forma de concebir la existencia comenzó ese día. He buscado los remedios, las líneas rectas y los antídotos al dolor del alma.

Todavía las imágenes, aún el corazón temblando. Si el periodismo es vivir para contarlo, puedo hacer verdad este oficio una mañana como ésta desde la humildad de quien se sabe igual que otros que ya lo sufrieron, de quienes salieron adelante apretando los dientes y mordiendo la arena del cariño perdido.

No hace falta gritar que somos humanos para que nos delate lo vulnerable que nos hicieron nuestros seres queridos, esos que se perdieron cuando noviembre terminaba. Una mañana de lunes, una tarde de invierno. Aún respiran las manos, todavía vuelan los cuerpos hacia lugares desconocidos. ¿Dónde se guardan las palabras de aliento? ¿Los retos compartidos? ¿En qué lugar quedaron los besos? ¿Dónde se fueron los abrazos?

Es verdad que el final será el mismo, que la película no tendrá un happy end. Quedan el arañazo, la esperanza y la sinrazón de tantos días. De más minutos, de más horas. De levantarnos una vez más. De no poder y seguir. De estar vivos una vez más. Escapar de la tristeza como quien huye del viento en contra.

Te echo de menos, papá, por este año y por todos los que vendrán.