La entrada en vigor de la moneda única europea, hace ahora un año, ha creado un sentimiento contradictorio. Al mismo tiempo que se celebraba la vinculación a una estructura económica y monetaria de mayor rango, por las ventajas a medio y largo plazo que eso supone, se producía un desconcierto general por los efectos inmediatos de la llegada del euro.

Al ciudadano le está costando mucho más de lo que esperaba la interiorización de la nueva escala de valor. Ha pasado un año y la gran mayoría de la gente aún necesita convertir los euros en pesetas, u otras divisas nacionales, para tener una idea exacta de lo que representan. Y pese a los intentos oficiales de ocultar su impacto, todos los europeos sabemos que nuestra nueva moneda única ha subido los precios reales de los bienes y servicios. Esa inflación, menos real en la estadística que en la sabiduría popular, ha sido finalmente admitida por el presidente del Banco Central Europeo, Wim Duisenberg, como uno de los inconvenientes inmediatos del proyecto común de la UE.

Las administraciones encargadas de evitar los abusos en el cambio de moneda no han sido eficaces. Se pasaron en énfasis, pero se quedaron cortas en la adopción de controles.