Poca duda cabe de que España ha avanzado en 25 años de democracia y se ha consolidado como un país desarrollado. Vaya por delante el reconocimiento de esa realidad, que --se diga lo que se diga-- configuró la etapa socialista al afrontar la dura transformación del país. Aquel buen trabajo, que se ha querido sepultar entre la basura del GAL y los excrementos de los sinvergüenzas que aprovecharon la decadencia del PSOE, es el que permite hoy al Gobierno dar aldabonazos triunfalistas en la puerta del G-8.

Sin embargo, no hay para tal pretensión. Me temo que en el nuevo año que se anuncia, nuestras vidas van a ser igual de viejas. Los enfermos padecerán largas listas de espera para ser atendidos por un Estado del bienestar reseco. La justicia, la gran muestra de impotencia de los gobiernos en este cuarto de siglo, renqueará lastrada por la penuria. Limpiaremos con las manos el fuel de las costas del norte durante más de los 12 meses que mañana se abren con el pomposo nombre de año nuevo.

Cuando sonó la última campanada nuestros pensionistas actualizaron el valor de sus pagas, es decir, que siguen tan magras como minutos antes de terminar el año. Y nuestra política familiar seguirá siendo de las menos efectivas de Europa; nuestro empleo estable, precario; nuestro I+D, de risa; nuestra capacidad de lectura, sin comentarios, e ineficaz nuestro acceso a la sociedad de la información. Ahora, cuando en el primer instante del 2003 el tiempo de todos los años viejos sigue inexorable, convendría que quebráramos los falsos espejismos con los que nos han querido seducir en un mal año.