Aveces subestimamos el poder de la perspectiva. Y de quien (quiere) dárnosla hecha. En el ya lejano marzo de 1996, Aznar salía demudado a saludar a un gentío aclamador en la sede de Génova pese a ser el primer líder de la derecha española que ganaba unas elecciones generales. Alfonso Guerra, ese eterno superviviente (en Italia, tendríamos película suya con De Sica o Servillo y un sinfín de conversaciones sottovoce en pasillos modernistas), había calificado el triunfo de los populares de «amarga victoria». Y todo por el poder de una remontada socialista en los postreros días de campaña que, además, se quedó lejos. Nada que los aficionados al fútbol no conozcamos: cuando palmas 4-0 en una ida y dos goles te hacen venirte arriba. Sólo que queda la vuelta.

Esa vuelta en que la determinación de Aznar, parte de ese carácter que labró su triunfo y cinceló su ocaso, consiguió una gobernabilidad con apoyos nacionalistas. Otros tiempos. En los que, en opinión del firmante, ha sido la legislatura con más sentido de la democracia española. Al final de ésta, metidos en la ola del euro por llegar y el «España va bien», el gobierno de Aznar empezó a hacer un uso digamos abusivo del decreto ley. Ya lo había hecho en el alba de la legislatura, pero al olor del nuevo milenio, la paciencia del gobierno con sus apoyos se fue agotando a golpe de beneficiosas encuestas que auguraban una mayoría absoluta (que se produjo), y tradujo la excepción en norma.

Sobra decir que el decreto ley existe para su uso. Una herramienta pensada para una mayor ejecutividad del gobierno. Que, llevada al extremo, puede jugar ser un paralelo de filibusterismo político: las normas aprobadas por decreto evitan el debate parlamentario. Un instrumento perfecto en estado de urgencia o necesidad. Aplicado como regla, un síntoma de escasa voluntad negociadora o de inestabilidad en la confianza en el gobierno.

Rajoy y Montoro. Montoro y Rajoy. Ambos se han cansado en los pasados meses de pregonar el desastre que supondría abordar 2018 --segundo año de legislatura-- sin aprobar presupuestos generales. Como una forma de presionar a propios (entiendan aquí Ciudadanos) y extraños, han advertido que la prórroga del presupuesto del 2017, mecanismo previsto en caso de falta de acuerdo sobre los presupuestos anuales, era la llegada de los cuatro jinetes del apocalipsis sobre gastos claves como pensiones, infraestructuras o sanidad. No en vano el gasto social --pese a los voceros de cierta izquierda-- es prácticamente el protagonista único de nuestros presupuestos, sin dependencia de quien habite Moncloa.

Pero los jinetes deben haberse descabalgado, porque, asumida la prórroga del presupuesto, Montoro ya avisa que podrían gobernar a golpe de decreto ley. Hasta el final de una legislatura que se extiende hasta 2020. Y que Rajoy ya ha anunciado que va a agotar. Eso significa que el presupuesto para 2017 podría operar en 2019, si no hubiera de nuevo acuerdo a finales de este año. Algo que teniendo en cuenta el estado de las cosas con Rivera, su apoyo de gobierno, podría perfectamente producirse. Dos prórrogas es una situación sin precedentes, nunca antes ha ocurrido. Una anomalía.

Es cierto que los gobiernos de nuestra democracia han tendido a gobernar en exceso a través de los reales decretos. Lo que no quita que la acción legislativa de este segundo gobierno Rajoy haya sido particularmente baja. Entre octubre de 2016 y octubre de 2017, se han tramitado solo nueve proyectos de ley, incluido los presupuestos de 2017. Más del 70% de las normas con rango de ley aprobadas desde la investidura de Mariano Rajoy son decretos ley. La situación en Cataluña, de lógico interés general, parece servir de manto ocultador de la inacción de un gobierno que no debiera estar sometido al «tema» por excelencia.

Pero además hay un punto fundamental: de las declaraciones de los últimos días parece derivarse que vamos a una «prórroga» automática, asumida por la imposibilidad de alcanzar un acuerdo. Y la Constitución dice expresamente que el gobierno presentará y debatirá su propuesta de gasto. El presupuesto.

Renunciar a llevarlo al Congreso, aunque te lo tumben, no es ahorrarse el enojoso paso parlamentario. Es quitarnos a todos la posibilidad de debate sobre lo que propone el gobierno. Eso sí que es (debiera) anómalo.