Por mucho que el plan Bolonia la quiera convertir en una especie de escuela profesional sofisticada y cara, la Universidad sigue siendo un lugar de iniciación en el que los jóvenes no solo aprenden un oficio o una ciencia, sino también un modo de estar en el mundo. Dado que son estos jóvenes los destinados a ocupar los puestos de mayor responsabilidad, los modelos y valores que aprenden allí no deberían ser los que... demasiadas veces son.

Normalmente, a la Universidad llega uno moralmente intacto y lleno de convicciones: la de que todos somos iguales, la de que los méritos son proporcionales al talento y el trabajo, la de que (al menos) allí priman la racionalidad y la honestidad, la de que los profesores son verdaderos sabios y la educación que imparten realmente «superior»... Hasta que uno se desengaña y aprende que la Universidad no es mucho mejor, por no decir algo peor, que la sociedad que obstinadamente se empeña en reflejar.

Aún recuerdo mi primera clase en la facultad. Tras acabar me acerqué, emocionado, a agradecer a aquél ídolo barbudo sus extrañas y -para mí entonces- penetrantes reflexiones. Era la primera vez que veía a un filósofo en acción. Y estaba maravillado. No todos los profesores eran así, pero de los malos me olvidaba al instante. Por aquel entonces hacía mis trabajos con denuedo y rigor, leía todo lo que me indicaban, resistía sin esfuerzo la tentación de copiar o hacer trampas, y escuchaba a mis maestros (y me sinceraba intelectualmente con ellos) con generosidad infinita. No es que haya perdido todas esas virtudes. Es que entonces no eran virtudes, eran, sencillamente, las cosas que naturalmente hacía.

Perdí la virginidad (moral) a mediados de carrera. Ya había notado cosas que no cuadraban, como profesores que te ponían siempre -hicieras lo que hicieras- la misma nota, o que no preparaban sus clases, o que vivían, año tras año, de contarnos su vieja tesis doctoral. A estos últimos les llamábamos en broma «ascidios», por aquel animal marino -la ascidia- que se come su cerebro una vez ha encontrado un lugar en que instalarse... Cuando entré en el claustro como representante de alumnos descubrí por qué en los departamentos se mezclaban especialidades tan distintas: no era por sutileza filosófica, sino por agrupar a colegas de la misma cuerda ideológica, o la misma relación de vasallaje con el catedrático. También presencié allí todo tipo de intrigas, broncas y manipulaciones. Lo que importaba no era el conocimiento, o la búsqueda de la verdad, sino el poder y la búsqueda de la plaza fija. Aún me acuerdo de aquella profesora, eterna aspirante a titular, que me amenazó con bajarme la nota si no la ayudaba (¡yo!) a sacar su plaza. O aquel profesor de Lingüística (solía cursar créditos en otras facultades) que me dijo en confianza, y sin rubor alguno, que no pensaba ponerme la nota que merecía (matrícula de honor según él) porque estaba hasta las narices de que «la gente de Filosofía» viniese a quitarle el pan (sic). Me quedé mudo. No podía creer lo que estaba oyendo, ni la naturalidad con que me lo dijo. Fue entonces que desperté del todo.

Dudo de que todas estas historias sean una novedad para el lector, que seguro podría añadir otras mejores (o mejor: «peores»). El reciente caso de la presidenta de la Comunidad de Madrid no es más que un botón de muestra. En la Universidad española proliferan el nepotismo, la endogamia y el fraude. Todo el mundo lo sabe. Y cuanto más autonomía se le da, peor. Si teníamos un problema con el caciquismo centralista, ahora lo tenemos igual, pero multiplicado por veinte. Lo que hay que hacer con la Universidad (igual que con algunas autonomías) es intervenirla de cabo a rabo y disolver un tinglado que pagamos todos y del que demasiadas veces no obtenemos más beneficio que titulaciones mediocres, nuevas élites a las que enriquecer, y alumnos que se quedan mudos -o que aprenden rápidamente de qué va la cosa-. Estos últimos son, por cierto, los que más rápidamente suelen medrar. Como aquel profesor mío de Lingüística, ascidio titular tras aquellos años en que bajaba la nota a sus alumnos para que no le arrebataran la bicoca.