TEtra un otoño gris y hacía frío. Una gelidez que se colaba entre los huesos hacía casi imposible que las pieles azules congeladas se transformaran alguna vez en cutis gozosos de esos de tonos rosáceos fruto del estar sano y dichoso. Ella me lo contó debajo del almendro. El almendro que habitaba su patio desde hacía años y que ella cuidaba con una atención exquisita. Allí, bajo el árbol refugio, abrigo y resguardo, me lo confesó, arropada por una taza de té caliente. El té que caldeaba su ser helado. Se deshizo de la pena que moraba en su alma y la hacía, a ratos, fría y desconfiada. "Mi padre me pegaba de pequeña. ¿Era eso maltrato?". Me lo dijo ya madura. Mujer desde hace tiempo. A la niña que fue su padre le golpeaba y le gritaba. "¿Y la madre?", pregunté. "La madre no supo nada". No tenía que saber. Los golpes y el silencio. ¿Fueron maltrato? El padre llegaba por la noche bebido, siempre. Y le comía la violencia. Le cambiaba el rostro, se enfurecía. Y ya no era padre. Era el ogro del que había que huir. "¿Sólo tú?". "No, también los otros, mis hermanos. Eramos seis". Lo mencionó entre sollozos y voz entrecortada. Como quien se queja de la cicatriz que duele cuando llueve. De la herida que asoma con el mal tiempo... De la verdad que se escapa por el resquicio de un suspiro, de un recuerdo, de una pesadilla. Lo narraba como quien habla de otra vida, de otro mundo, de otras gentes, que sin embargo aún habitan el presente. Lo des-brozaba como un psicoanalista que destroza su vida a través de su infancia. Como una justificación de sus errores de adulta. Como una negra sombra que acecha y persigue. Después calló. Y se alejó. Era ya noche y las estrellas la acogieron en su seno. Se lanzó al mar. La marea la fue llevando, poco a poco, hacia una lejana orilla. Más allá del horizonte. Meciéndola dulcemente. Y se durmió entre las olas, que dispusieron para ella una suerte de cuna de agua salada. Unos pescadores la encontraron al atardecer, dormitando sobre la arena blanca. Alguien dejó un gran ramo de rosas amarillas al día siguiente. Era ya noche y el viento rugía. Se llevó el ramo al mar, que lo acogió en su seno. La marea lo arrastró, con bravura, hacia una lejana orilla. Más allá del horizonte. Y se halló a merced de un oleaje vociferante. Unos pescadores lo encontraron al atardecer. Abandonado sobre la arena blanca.