Historiador

En el barrio pobrísimo de La Boca, en Buenos Aires, hay una explanada donde los niños juegan al balón. Sueñan con hacerlo en el estadio del Boca Juniors, desde donde salió a enriquecerse Diego Armando Maradona. Y allá, junto a la mítica calle Caminito, se levanta una humilde biblioteca y un círculo de los desheredados añorantes de Evita, que son como dos focos de esperanza en medio de la miseria que se multiplica.

Muchos, por la noche, se acercan a la lujosa avenida de Mayo, a la plaza de la República, a la calle Pellegrini, en el corazón de la riqueza, para buscar en los contenedores de basura o en el bolso del que se descuida.

Cuando mi abuelo, pronto hará un siglo, emigró --igual que tantos-- a Argentina, lo hizo como después lo haríamos a Europa; como lo hacen ahora sufrientes africanos hacia nuestro país: detrás de una quimera. Parte de mi familia sigue allí, poblando la Pampa y sacando la vida adelante con mucho sacrificio, como los otros campesinos europeos que habitan aquel inmenso territorio, como los dueños de pequeños restaurantes llorosos de su tierra natal que he visto en La Plata, en Tigre o en ese Buenos Aires que acoge al 40% de los 33 millones de argentinos.

Y ahora, nos viene la nueva realidad del hambre que está matando niños en lo que fue solar de grandes esperanzas. Un neoliberalismo salvaje ha dejado al estado argentino en manos de multinacionales, y unas ventas precipitadas han sacado a precios de saldo riquezas nacionales que una vez estrujadas se abandonan. "No llores por mí, Argentina", decía Evita Perón cuando moría. Pero llora, sí, lloremos todos por esos niños, por una pobre humilde gente, que está dejando la vida con esa lentitud torturante que el hambre les impone. Y entendamos que somos corresponsables en el compromiso de que aquello debe cambiar.