Llegadas estas fechas, España se pone en movimiento, y comienza el éxodo popular a la playa. En las ciudades se notan las ausencias más que en los pueblos. Porque, entre fiestas patronales y visitas familiares, los pueblos están, al final, bastante más concurridos que cuando llega el frío invierno. Porque, en verano, hay gente que se marcha en busca del sol, de la arena y del agua salada. Pero, también, hay quien retorna al pueblo buscando estrechar los lazos sentimentales con los seres queridos, y rememorar los más hermosos momentos de la infancia, adolescencia y juventud. En cambio, las ciudades, en agosto, están de capa caída. Todo el que puede, se pira a ‘cargar las pilas’, a olvidarse del reloj, y a comer ‘pescaíto’ frito como si no hubiera un mañana.

Y la jungla torna a desierto, como si el ecosistema urbano mutase por arte de magia.

Fíjense, que la cosa es de tal gravedad que hasta el asfalto añora el tránsito de neumáticos. Y eso ya es mucho decir… Porque lo cierto es que el turismo de playa es muy democrático. Y casi todo el mundo se puede permitir algunas jornadas de asueto playero, fuera de la vorágine diaria.

Otra cosa es que el campo playero --ése que está sembrado de sombrillas, toallas, neveras y esterillas-- sea tan igualitario como su acceso. Porque, allá donde rompen las olas, también hay clases. Están los morenos y las morenas, y los que, a lo sumo, pasamos del blancor esplendoroso al rojo cangrejil, sin alternativa intermedia a la que acceder. Y, luego, están los y las que pasean figuras magníficamente esculpidas, y los que lucimos curvilíneos. Y, claro, no es lo mismo ocho que ochenta. O sea, que, la gente mira mejor a quien tiene abdominales achocolatados que a quien los borró a base de untarles cacao y otros mejunjes. Pero, claro, para presumir hay que sufrir.

Y no todo el mundo es capaz de recortarse el pienso, durante todo un año, para que le miren con ojos golositos en estas quincenas gloriosas en que se montan pasarelas con inabarcables masas acuáticas en el horizonte. De tal modo que, por obra u omisión, unos se suben al tren de la aristocracia playera, mientras que otros nos quedamos debajo de la sombrilla, con una cervecita fresquita y algún aperitivillo.

Pero tampoco es que ahí se esté del todo mal, ¿no? O sea que no se frustren, por no pertenecer a la aristocracia playera, y sean felices, qué es lo que, realmente, importa. ¡Felices vacaciones!

* Diplomado en Magisterio