THtace un par de siglos, la hambruna en Irlanda por la escasez de patata forzó la emigración de dos millones de personas. De igual forma, a principios del XX miles de temporeros italianos cruzaban el Atlántico en el tiempo de las golondrinas --así los llamaban-- para trabajar en las cosechas del verano austral. Y eso por no hablar de los desplazamientos ocasionados por la guerra civil y la segunda contienda mundial. Tres ejemplos que solamente pretenden recordar hasta qué punto los flujos migratorios se incardinan en la enjundia de esta nuestra Europa.

Un par de décadas atrás, se demolió el telón de acero con no poco esfuerzo y, sin embargo, ahora se erigen muros y alambradas de espino contra la marea de desamparados que arriban a nuestras costas. Inútil, como atrapar un huracán con cazamariposas.

XNO PARECEx demasiado coherente rasgarse las vestiduras cuando zozobra una nueva barcaza, cuando aparece un camión frigorífico lleno de cadáveres, y luego, a la hora de la verdad, silbar mirando hacia otro lado.

Sentí vergüenza en el reparto de los asilados potenciales discutido en Bruselas a finales de junio. ¿Los más cicateros? Los países del Este y España, que solo se ofreció a acoger a 1.300 refugiados de la cuota de 4.288 que se le había asignado. Una penosa aritmética de la carne. Como en las reuniones de escalera, las goteras del ático, mal que le pese al vecino del principal, conciernen al conjunto de la estructura.

No se puede admitir a todo el que llame a la puerta y habrá que cribar el torrente, pero hace tiempo que se debería haber actuado contra las causas del éxodo. Se supone que la idea de la UE se asienta sobre la solidaridad y los valores universalistas, pero el asunto va más allá y alcanza a la misma esencia del hombre. No es la inteligencia ni el lenguaje lo que nos hace humanos. Tampoco el caminar sobre dos patas, sino un sentimiento de nueve letras: la compasión.