El caos, la devastación, los pillajes, el vandalismo y los enfrentamientos intercomunitarios o religiosos que han seguido a la conquista de las ciudades iraquís, bajo la mirada impasible de los marines, parecen indicar que la posguerra fue peor planificada que la campaña militar. Quizá ocurre que la potencia de fuego es muy superior a las ideas políticas, al conocimiento de la región o la habilidad diplomática, sin olvidar la desorientación y la violencia de unas poblaciones sometidas a una férrea dictadura durante decenios. El embrollo de la transición pone a prueba la ambición de EEUU de dirigir la reconstrucción y democratización de Irak hasta convertirlo en un modelo exportable a toda la región. La confusa y poco representativa reunión de Nasiriya confirma la soledad del procónsul estadounidense y las dificultades para evitar que la posguerra degenere en un conflicto tribal y religioso. Las divergencias en Washington y la marginación de la ONU impedirán que la etapa neocolonial sea breve. La obsesión de EEUU por instalar un Gobierno amigo en Bagdad, contra la que los iraquís se revuelven, es sólo parte del empeño de remodelar Oriente Próximo como en 1919 hicieron Londres y París con el desastroso resultado actual.