Sobre el arte contemporáneo, a veces, me asaltan ciertas dudas. Y sé que no soy el único al que le ocurre algo parecido. Porque he escuchado a otras muchas personas que dudan del valor artístico de ciertas obras --de reciente factura-- que se exponen en galerías, museos y ferias.

Y es que, en ocasiones, se exhiben pinturas, fotografías o esculturas que bien podrían haber sido realizadas por bebés o, incluso, por animales. Es cierto que hay quien se conmueve al enfrentarse a algunas de ellas, y quien sabe extraer un mensaje de las mismas. Pero, también, hay quien se sorprende al comprobar cómo pueden haber llegado siquiera a la luz pública.

Confieso que, puntualmente, he disfrutado contemplando alguna de estas obras. Pero, en multitud de ocasiones, me he sentido estafado. Y es que, entre los hacedores del arte contemporáneo, hay grandes artistas, que son dignos de admiración. Pero, también, hay mucho cara dura, que suple sus carencias artísticas con algo de morro, grandes dosis de oportunismo, y abundantes transgresiones conceptuales o morales, que siempre le reportan un gran eco mediático.

Viene esto a cuento de la polémica en torno a la retirada, en Arco, de un conjunto fotográfico que exponía rostros pixelados de proetarras, de activistas violentos, de delincuentes políticos, y de otros sujetos de similar calaña.

El autor de la obra ha conseguido, sin duda, lo que perseguía: repercusión mediática, y hacer caja. Porque se retiró su obra, y, gracias a esto, atrajo más miradas sobre ella. Y, porque, a raíz de la controversia, consiguió venderla (por 96.000 €) a un comprador de la órbita empresarial de la izquierda populista y nacionalista.

Ahora bien, que el dizque artista, haciendo uso de su libertad de expresión, haya conseguido sus objetivos, no es óbice para que los demás, haciendo uso, también, de nuestra libertad de expresión, podamos calificar esa supuesta obra de arte como un bodrio estético y una bazofia moral. Porque el arte, aunque algunos se empeñen en señalarlo, no es eso. El arte es otra cosa.